Tras cuatro años recuperando la noble energía del rockabilly, Imelda May decidió cambiar de peluquero. Su tupé o rubio remolino dejó paso a una melena digna de la mejor chansonnier francesa. Eso no significa que se haya agarrado al estilo Èdith Piaf, sino que en 2017 decidió dar una vuelta de tuerca a su carrera para abrazar blues, jazz, y punk-rock o lo que le viniera en gana; su maravilloso culo (sentenció, entre bromas, durante una entrevista) lo merecía.
El radical cambio gustará más o menos, pero el interés por esta artista no debe pasar al olvido. Si escuchan, sin prejuicios de tonto adolescente, Life Love Flesh Blood (Decca, 2017) o 11 Past the hour (Decca, 2021), óptimo motivo para emprender una gira, entenderán que la permuta importa poco si la base es de altura. La artista (esta vez con todas las de ley) de Dublin alcanza cotas muy altas sin importar el atuendo que lleve puesto.
¿Recitaría versos de su último libro de poesía A Lick and a Promise? ¿Acudiría algún despistado adicto al “Boom Boom”? ¿Seduciría igual que antaño sin vestidos ajustados? En cuanto a la última cuestión, no teníamos ninguna duda. Sin embargo, alguien que se siente tan embrujada por seres disímiles como Gene Vincent o Meat Loaf, merece un especial seguimiento por aquello de la duda objetiva. Incluso los circunscritos a recetas inamovibles deberían estar obligados a investigar el porqué del cambalache.
Poder de seducción
A la primera pregunta, deberíamos decir que a medias. Sonaron Limbo y Word up (enlatados) pero no fue su premisa esencial, tan sólo anécdota simple, aunque pujante.
No vimos rockers: segunda pregunta solucionada. En cuanto a la tercera, los fans decidieron que cambiar el oro por el negro colmaba sus anhelos. Y en el tono oscuro empieza, realmente, la crónica.
Que no se danzaría a ritmo frenético estaba cantado. Lo que no intuíamos, es que hasta Just one Kiss (quinta pieza del repertorio y entonada junto a Noel Gallagher y Ronnie Wood en el reciente disco) y Sixth sense íbamos a asistir a un conjunto de medios tiempos inusuales para un principio de show. Al llegar la recuperada Big band handsomen man (2008) y el tono hard (plomizo) de The longing, el ritmo agitado se apoderó de la función.
Desafiando reglas (no deberían existir) Imelda May ha conseguido que el negro (gótico) le siente la mar de bien y que la atracción no disminuya, sea de púrpura o de azabache. La irlandesa sigue magnetizando tanto a los antiguos seguidores como a los de nuevo cuño, tarea nada sencilla entre colectivos enfrentados.
Discurso variopinto
Aunque los estilos fueron conjugándose con sentido y a Imelda le encanta mostrase provocadora, aparcando tiempos pasados (en ese sentido Never look back aparece como una leve declaración de principios), la puerta trasera no está del todo cerrada. Cierto es que la aproximación a postulados pop, cercanos a The Pretenders o el uso del fraseo a lo Lou Reed en Different kind of love la alejan de su estilo primigenio. A pesar de estos condicionamientos, si rascamos un poco, las diferencias tampoco son gigantescas y borrar, de un plumazo, hits tipo Johnny got a Boom boom (en la que mostró sus habilidades como percusionista con un enorme tamboril) o Mayhem no está en sus planes, enterrarlas sería un suicido; con ellas el júbilo del público (que no llenó el Apolo) está asegurado.
Temas pausados como Sixth sense, Human o esa despedida, al ralentí con Diamonds, sí marcan contrastes, pero el guitarrista utilizó la técnica del pedal Steel en diversas ocasiones, acercándonos, sin disimulos, al country o a sonidos hawaianos. Muy presente estuvo en Breathe, canción alterada por una May que sustituyó el susurro por el grito exagerado, tesitura que afea su bonita voz. Raíces que perduran.
Debemos decidirnos por una parte en concreto: nos quedamos con la de puro pop. Should’ve been love (2017) ha venido para quedarse. Perla de reminiscencias al estilo Spector que podría formar parte del futuro edificio sonoro donde afincarse en los próximos años. La enlazó con Made to love (Ramones al poder) y si no hubiera sido por el homenaje a su idolatrado Meat Loaf con I’do anything for love (but i won’t do that) la parte final hubiera sido gloriosa, ya que también apareció un vigoroso cover de Tainted love. Las mezclas, a menudo, son indigestas.
Imelda May construyó un show atractivo, apto para mil gustos, teatral, bien iluminado y sonorizado, adornado por unas filmaciones sugerentes y apoyado por un adecuado combo de cinco elementos. Mostró solidez vocal y una empatía que llevó a los congregados a despedirla con gritos de ¡Imelda, Imelda, Imelda! Queda claro, pues, que la renovadora apuesta fue aprobada por aclamación.
De todos modos, continúan existiendo voces discrepantes: los hay que piensan que ha perdido el norte y prefieren el colorido a la penumbra (tampoco son necesarias las linternas, no confundamos al personal). Miss May no les hará el mínimo caso. Tiene el camino marcado y el desvío no entra en sus planes. Tiene los ovarios bien puestos.







Autores de este artículo

Barracuda

Marina Tomàs
Tiene mucho de aventura la fotografía. Supongo que por eso me gusta. Y, aunque parezca un poco contradictorio, me proporciona un lugar en el mundo, un techo, un refugio. Y eso, para alguien de naturaleza más bien soñadora como yo, no está nada mal.