Intimista, emotivo, intenso y tremendamente novedoso. Un tour de force absoluto. Sólo dos intérpretes en el escenario: Pau Vallvé, a la voz, guitarra, ritmos y loops, y Darío Vuelta, al bajo, teclado e iluminación. El técnico de sonido, Víctor García, se sumó, al final del concierto a las percusiones, el único momento en que se rompió la rigidez de la propuesta, lo que, a la postre, fue un gran acierto.
Las luces dirigidas por Vuelta creaban un ambiente tenebrista, con puntos de luz muy delimitados y gran parte del escenario en sombras, como transmitiendo la intimidad de la propuesta, creada por ambos durante el confinamiento. Aparte de sus dotes como compositor, vocalista y músico, Pau Vallvé también mostró hechuras de monologuista, con divertidas intervenciones en las que explicaba el proceso de creación de las canciones a partir de una ruptura amorosa y del confinamiento de 75 días en su oscuro estudio de grabación de Gràcia, que, aparte de ser un entorno asfixiante, parece estar presente en su directo como personaje, a partir de la limitación autoimpuesta de recursos.
Vallvé también explicó que se planteó romper con los tópicos asociados a su propuesta musical, como la utilización de una banda de rock y la dinámica expansiva de las canciones, que pasaban de empezar con un susurro a finalizar de manera grandiosa.
Tuvo más éxito en romper con los tópicos del rock que con la estructura creciente de las canciones, y suerte de eso, ya que esa evolución de las piezas nos deparó momentos como el final de Benvingut als Pirineus, una explosiva rendición de la canción, con Vallvé desatado en un solo de percusión electrónica que se imponía sobre el ritmo sincopado y hacía cabalgar la canción como si estuviéramos ante una manada de caballos salvajes que nos pasara por encima.
También hubo guiños a estilos musicales de adscripción popular, como el bolero, en la tristísima Com troncs baixant pel riu, una demostración de que Vallvé no se fija límites, y que puede lanzarse a hacer aquello que le satisfaga en cada momento, en una oda al arte de la reinvención.
Si hay que poner un pequeño pero a un gran espectáculo éste sería la rigidez de la propuesta. Sin poderlo haber comprobado en otras funciones, el espectáculo parece diseñado sin espacios de libertad, con esa obsesión por el detalle que hace que su estructura sea inmutable. De todos modos, esa mínima prevención no invalida su efectividad y calado entre el público que llenaba la BARTS.
Pau Vallvé, con sus historias cotidianas, como en la emocionante Èpoques glorioses, en la que un confeti que se desprende del techo ejerce de magdalena de Proust y genera los recuerdos de los años vividos por una pareja que se rompe, es, quizás a su pesar, la voz de una generación.
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