El célebre periódico británico The Times le llegó a definir como “el primer rapero de jazz existencial”. Esta afirmación tan rimbombante, y que parece fruto de la enajenación o preñada de esnobismo, no se aleja demasiado de la realidad.
Ben Sidran es, esencialmente, un pianista de jazz, pero en su exquisito pulso viven diferentes naturalezas musicales. La nómina de los artistas con los que ha colaborado, Eric Clapton, Peter Frampton o The Rolling Stones y a los que producido magníficos discos, Mose Allison, Van Morrison o Diana Ross, nos demuestra la amplitud de la paleta sonora que maneja. En cuanto a la voz, Sidran es un contador de historias, relata más que canta y es en ese sentido que podríamos compararle con un artista de hip hop; con todas las distancias que ustedes quieran poner. La aseveración del periodista no era, pues, ningún disparate.
El polivalente artista, natural de Chicago, se siente muy a gusto en España y nos ha regalado muchas noches en las que hemos disfrutado de su capacidad y el peculiar modo de entender las armonías que le inspiraron de niño. A punto de cumplir los 80, ha querido rendir homenaje a tríos como los de Horace Silver, Bobby Timmons o Bud Powell grabando (gracias a la insistencia del productor Tommy LiPuma) un álbum titulado Swing State (Nardis, 2022). Probablemente, esta recopilación de estándares de los años 30 no esté entre lo mejor de su discografía, sin embargo, transpira un amor por aquel legado que lo hace nuevamente indispensable.
El Milano Jazz Club acogió el nuevo proyecto (y todo lo que pasara por la mente del protagonista) en formato de cuarteto. Junto a Sidran, integraron el combo, su hijo Leo (batería), Tom Warburton (bajo) y uno de los asiduos saxofonistas del club, Bill McHenry.
Primer asalto
A pesar del ruido de las cocteleras, el hielo chocando contra los vasos mezcladores y el habitual cuchicheo de algunos de los presentes, no se nos ocurre mejor lugar, en Barcelona, para dar cobijo al swing-jazz del siempre elegante Ben Sidran.
Ajeno a esos frecuentes inconvenientes, el simpar Ben arrancó su sutil descarga con Swing state, única concesión, junto a la emotiva despedida con Over the rainbow (esplendoroso McHenry), a la última entrega discográfica. De buenas a primeras ya mostró que sus dedos siguen ágiles (inmunes al paso del tiempo) y que su resuelto fraseo estaba en buen estado. Nos lo íbamos a pasar bien.
Continuó con Picture him happy, presentada con una de sus genuinas introducciones explicativas y se acordó de una sentencia del gran saxofonista tenor Johnny Griffin: “el jazz fue concebido para hacer feliz a la gente”. Aplicando el dictamen se lanzó de cabeza a lo esencial del género, cimentando una clase maestra de sabiduría en la que contribuyó de modo muy especial Bill McHenry. El norteamericano es un todoterreno a quien le da lo mismo apostar por la avant-garde que por notas ortodoxas; su aportación fue magnífica, al igual que las del discreto pero ejemplar Warburton y la de un Leo conductor, faro de su padre desde la esquina.
Antes de proseguir, presentó su nuevo libro de apuntes, letras y partituras, el imprescindible The songs of Ben Sidran (1970-2020, Vol.1) que adquirimos al finalizar el concierto.
Se dio el gusto de interpretar un “bluesazo” que había compuesto dos días antes, alegato a favor de la justicia que tituló Someday we will all be free, sobrecogedora primicia que nos hizo casi tan felices como Don’t cry for no hípster, espectacular medio tiempo donde apareció su faceta crooner y en la que salió a relucir el deje que le acerca a Bob Dylan, estrella que resplandeció a continuación.
Sidran grabó en 2009, Dylan different, compendio de algunos temas predilectos de su admirado bardo. Del que considera su mejor obra, Blood on the tracks, se sacó de la chistera una prodigiosa lectura de Tangled up in blue. Gracias a ella y entre ovaciones se retiró para deleitarse con una buena cena.
Segundo asalto
El singular pajarito, que siempre sabe lo que va suceder, nos advirtió que la segunda tanda sería totalmente distinta y mejor. No se equivocó.
Con el estómago lleno y la banda eufórica, nos deleitó con un mini-set para el recuerdo. Seremos breves.
Entró con Back nine, prosiguió con Take a Little hip (cercana a Stephen Sondheim por musicalidad e ironía) y llegó a la cima con Poet in New York, extraída de The concert for García Lorca, obra magna de 1998, grabada en casa del insigne poeta granadino. En un asombroso tour de force, el cuarteto ofreció lo mejor de su espíritu para grabar el nombre de Lorca en las paredes del local escarlata. Memorable.
Con el listón muy alto, se atrevió con Drop me off in Harlem de Ellington, volvió a Dylan con la sensacional Love minus zero, acabando con la mencionada Over the rainbow y un regalito en solitario con aromas de New Orleans: Honeysuckle rose. El adiós, sin apoyo, equivalió a un imperio. Únicamente permitido a los colosos.
Al finalizar, el cansancio de los intérpretes se abrazó con la satisfacción de haber ofrecido un espectáculo impagable. Los saludos, íntimos, de despedida lo revelaron todo.
Ben Sidran no es un pianista excelso (él mismo lo subraya) ni tampoco un cantante ortodoxo (también lo sabe), sin embargo, se siente orgulloso de tener un estilo personal, inconfundible. En esta vida más vale dominar varias artes que ser experto en una sola.
Escritor, cantante, pianista, entertainer y muchas cosas más. Ese es Sidran: un renacentista.






Autores de este artículo

Barracuda

Miguel López Mallach
De la Generación X, también fui a EGB. Me ha tocado vivir la llegada del Walkman, CD, PC de sobremesa, entre otras cosas.
Perfeccionista, pero sobre todo, observador. Intentando buscar la creatividad y las emociones en cada encuadre.