En este monográfico sobre el arte flamenco presentado por David Pérez, ahondamos en los orígenes del cante jondo (no te pierdas la continuación de esta introducción histórica) y repasamos los distintos palos que conforman el género.
Origen, pureza y mestizaje: raíces con alas
El flamenco es un arte de esencia andaluza, encadenado a su tiempo y de parto marginal, pero de espíritu libre, luchador y universal como ninguno. Es fruto del mestizaje y la influencia de las numerosas culturas que pasaron por Andalucía, entre las que destacan la gitana, árabe, negroafricana, judía y cristiana.
Este género de raíces con alas, le debe su existencia a la valentía de etnias perseguidas y oprimidas, particularmente la gitana, por preservar su esencia identitaria y, al mismo tiempo, a la inteligencia emocional e instinto de supervivencia, para adaptarse a las circunstancias que les tocó vivir y sufrir. Mujeres y hombres que, en un camino plagado de injusticias, supieron salvaguardar y dignificar su cultura, rompiendo eslabones poco a poco, mientras bailaban y cantaban con las ataduras de su propio adolecer.
Basándonos en ese ser mismo del flamenco, en su raíz histórica y social, siguiendo las huellas de su origen árabe que ya defendió, entre otros, Blas Infante, recomiendo el estudio: Flamenco, Arqueología de lo jondo (Almuzara, 2018), del escritor andaluz Antonio Manuel. Un recorrido por las raíces del flamenco y el ADN compartido con las culturas que le precedieron. Así, en el desglose etimológico del término ‘flamenco’, encontramos el eco arábico y la herida en la que su tronco y ramas crecieron: falah (campesino, que vive de la tierra) mankub (marginado, desahuciado, humillado, desposeído, afligido).
El alumbramiento doloroso del flamenco se fragua del encuentro de pueblos marginados y desposeídos: A partir de 1492, las tropas castellanas se proponen erradicar todo vestigio de cultura árabe, surgiendo un pueblo errante, el morisco (los musulmanes del Al-Ándalus bautizados tras la pragmática conversión forzosa al catolicismo, ejecutada por los Reyes Católicos), que se encuentra en el camino con otros colectivos oprimidos y condenados a la huida: los gitanos, los judíos (sefardíes) y los negros. En esa encrucijada de sangre cultural, nace el flamenco.
Tras siglos de persecución, con la pragmática promulgada (1783) por Carlos III y la posterior abolición de la Inquisición, se reguló la situación social de los gitanos y mejoró en el ámbito jurídico.
Bajo el seudónimo de ‘Demófilo’, Antonio Machado Álvarez (padre de los poetas Antonio y Manuel Machado), primer estudioso sobre el flamenco, argumentó que este género debe su nombre a que sus principales cultivadores, los gitanos, eran conocidos frecuentemente entonces en Andalucía bajo dicha denominación, ‘flamencos’.
Los Café Cantantes, Silverio y la profesionalización del flamenco
No hay certeza total, pero se cree que el flamenco surgió como género artístico a finales del siglo XVIII en Andalucía, con palpables influencias rítmicas y coreográficas de la India (tierra originaria del pueblo gitano) y África (España fue un centro esclavista desde el siglo XIV hasta principios del XIX. Otra triste realidad silenciada).
Los Cafés Cantantes (locales nocturnos de copas y espectáculos musicales) que florecieron a principios de la década de 1840 en Sevilla, fueron el lugar donde el flamenco comenzó a profesionalizarse. Clave y punto de inflección en este aspecto fue, en 1881, el cantaor de conocimiento enciclopédico Silverio Fraconetti y su Café Cantante Flamenco en la sevillana calle Rosario, espacio de referencia del flamenco.
Gracias a la propagación de estos locales, y especialmente al Café Silverio, la figura del cantaor profesional fue ganando enteros y el arte flamenco se retroalimentó, creando un espacio donde los cantaores, gitanos y no gitanos, estaban conectados unos con otros y aprendiendo entre sí, ampliando repertorios con cantes gitanos y folclóricos andaluces. La creciente afición y público especializado, también contribuyó a configurar el género.
Los primeros nombres que se conocen y dejaron marca, van del misterioso (muy poca información veraz de su existencia) Tío Luis ‘El de la Juliana’, cantaor gitano y jerezano, al que se le atribuye la autoría de cierta tonás primigenias, como la toná grande, donde parece que se encuentran elementos fundamentales del cante jondo y el carácter fundacional del cante de Jerez. Siguiendo esa sombra de la toná de ‘El de la Juliana’, y de los que si se tienen registros, encontramos cantaores como a El Planeta, Tío Juan Macarrón, Tío Luis ‘El Cautivo’, todos gaditanos, con tonás y seguiriyas en vena, a caballo entre el siglo XVIII y XIX. Otras voces ilustres que abrieron senderos en aquellos duros inicios: la sevillana (Morón) María Amaya Heredia ‘La Andona’, conocida como la primera intérprete de soleá, popularizando el estilo ‘trianero’. De ese mítico barrio flamenco sevillano, destacan entre muchas otras las familias, la de ‘Los Pelaos’ y ‘Los Caganchos’.
Jerez, Sevilla y los puertos de Cádiz, comienzan a destacar y convertirse en los núcleos trascendentales de cantaores flamencos de primer nivel de Andalucía.
Otros artista de aquella época que destacaron fueron los jerezanos ‘El loco Mateo’, Manuel Molina, Diego ‘El Marrurro’, Joaquín Lacherna o Mercé ‘La Serreta’, que luego se trasladó a Utrera. En la Bahía hacen historia ‘El ciego la Peña’, Curro Durse, Enrique ‘El Gordo’ o Enrique Jiménez Fernández ‘El Mellizo’.
El Fillo (discípulo de El Planeta) y la herencia que legó en Silverio Franconetti, primer cantaor profesional, fueron claves para que el flamenco reflotara de las fiestas particulares y saliera a la superficie con brillo propio.
Café de Silverio fue el punto de reunión más importante del flamenco a finales de siglo XIX, con asiduos como: Antonio Chacón, La Serneta, Francisco Lema ‘Fosforito’, Miguel Macaca, Dolores ‘La Parrala’ o Tomás ‘El Nitri’, uno de los intérpretes más completos y rival de Silverio en más de una madrugada. Se le concedió la primera Llave de Oro del Cante.
Imagen de portada © John Singer Sargent
Autor de este artículo
