La música góspel es algo muy serio. Inspirada por la amargura sufrida por generaciones de esclavos africanos deportados a lo que son, actualmente, los Estados Unidos de América, constituyó (y sigue siéndolo) una tabla de salvación religiosa para paliar aquel sufrimiento injusto y cruel.
Este género omnipotente, interpretado habitualmente por un coro y liderado, entre muchas otras, por figuras estelares de la catadura de Rosetta Tharpe, Thomas A. Dorsey o Mahalia Jackson, donde también crecieron Aretha Franklin o Marvin Gaye, no debería tener otro lugar para su práctica que no fuera un templo. Sin embargo, su creciente popularidad propició que se alejara, paulatinamente, de su hábitat natural.
Cercanos a la década de los 90, esa notoriedad se trivializó en numerosos casos; léanse agrupaciones de bajo nivel, parodias absurdas o concursos televisivos insultantes.
De todos modos, el espíritu original (algo comercializado) sigue latente en algunas formaciones de cierta categoría como el Alabama Gospel Choir, quien continúa su tarea evangelizadora en pos de que la llama no se extinga.
Primera parte
El recinto modernista, proyectado por Lluís Domènech i Montaner, registró una excelente entrada (rozando el lleno) para recibir a un coro mixto compuesto por once cantores que, únicamente, estuvo acompañado en la parte instrumental, por piano y teclados.
Una introducción (machacona) de sintetizador dio la bienvenida a los coristas vestidos de azul púrpura brillante quienes, en breves segundos, provocaron las primeras palmas de un público dispuesto a pasárselo bien de antemano. El animoso e histrión maestro de ceremonias nos invitó a gozar del show que habían preparado; estábamos en la casa del Señor.
La función que estuvo dividida en dos segmentos, fútiles y poco diferenciados entre sí, agradó pero, según nuestro criterio, fue exigua, fría y algo artificial. Quizá los incesantes aleluyas eran sinceros; no obstante el tufillo a impostura (excesiva teatralización) impidió que el mensaje llegara a emocionar del modo debido y eso, tratándose de góspel, es una mácula inaceptable.
El reducido coro de Alabama (deberían haber pisado el escenario una veintena de intérpretes) demostraron poseer magníficas prestaciones vocales, pero acusaron el déficit numérico y unos flojísimos arreglos que, en ocasiones, recordaron a bailoteo de discoteca de costa o a zouk anquilosado (Adiós color). El empeño y la energía manifestada no se les niega, el principal problema radicó en una evidente falta de sincronización entre el director musical y el coro, hasta el punto de poder definirla como una mala bifurcación de caminos. Mucho más lustrosas lucieron sus túnicas cuando las voces alabaron a Jesús, en solitario o con leves apuntes del piano de cola.
También acertaron en su acercamiento al soul y al rhythm & blues (Walk with me), estilo pecaminoso y prohibido por los más intransigentes devotos que más de un disgusto le provocó a Ray Charles en tiempos pretéritos. En la actualidad, el uso de los mentados estilos parece imprescindible, Aretha Franklin tiene bastante culpa de ello, en el mejor sentido del posible pecado.
Segunda parte
Si algo debemos agradecerles es la certera elección de un repertorio poco trillado (a excepción del manido Oh happy day!), opción que invitó a recordar temas como Jesus is the light of the world, Ain’t nobody like Jesus (guiños a Wonder y Gaye), How sweet the name of Jesus sounds o la gloriosa I feel your spirit. Con ella Jake & Elwood Blues, sí hubieran brincado hasta el techo; lo mejor de la velada sin ningún tipo de duda.
Por lo demás, el segundo lote no deparó nada más significativo ni distinto al primero, acaso un abuso de las baladas que hubieran hecho las delicias de Michael Bolton o Kenny G; sobran los comentarios.
La presencia del Alabama Gospel Choir, en Barcelona, sirvió como bonito regalo de Reyes pero volvió a evidenciar que al divino género (repetimos) lo están desgastando hasta convertirlo en nada. Es posible que con la agrupación al completo, las prestaciones hubieran embellecido el paisaje, aunque nos cuesta creer que el espíritu de Harlem o de cualquier otro devoto asentamiento, nos hubiera henchido el alma. Pediremos a la dirección un billete (sirve de clase turista) para comprobar si todavía existen vestigios de este arte luminoso y vivificante.








Autores de este artículo

Barracuda

Aitor Rodero
Antes era actor, me subía a un escenario, actuaba y, de vez en cuando, me hacían fotos. Un día decidí bajarme, coger una cámara, girar 180º y convertirme en la persona que fotografiaba a los que estaban encima del escenario.