Dianne Elizabeth Reeves, Dianne Reeves, no necesita presentación. A sus 66 años ha recibido todos los galardones posibles y, lo que es más importante, el reconocimiento unánime de su categoría como artista total y relevo (esta ocasión con razón) de las Vaughan, Fitzgerald, Carter, Horn y demás deidades del universo vocal jazzístico.
Noche de tiros largos en el Voll-Damm Barcelona Jazz Festival que continúa con el primoroso desfile de voces femeninas propuesto para esta 54 edición.
Por si no fuera exiguo placer escuchar los infinitos registros de su poderosa y cálida voz, Reeves reunió, para el concierto del Palau de la Música Catalana, una formación de campanillas: el guitarrista brasileño Romero Lubambo (lista de colaboraciones infinita), Edward Simon al piano (Greg Osby, Terence Blanchard), el baterista Terreon Gully y Reuben Rogers al contrabajo, luminaria que ha trabajado con Charles Lloyd, Joshua Redman y otro largo etcétera.
Con estos mimbres nada podía o debería fallar. Silencio. Comienza el espectáculo.
Mainstream y filigranas vocales
Una introducción musical, algo anodina, sirvió para que la banda precalentara el ambiente y Lubambo comenzara a presentar las credenciales que, a la postre, le erigieron como el gran protagonista (con permiso de su jefa) de la velada.
La de Detroit apareció imponente, deslumbrante con sus habituales abalorios dorados para atacar, a su manera, Dreams (Fleetwood Mac) primera certificación que la diva no tan solo vive de jazz.
Armada con un estado vocal asombroso (no es una jovencita, aunque lo parece) dio las buenas noches cantando improvisadamente (repitió la virguería en más ocasiones) y encaró Minuano (Pat Metheny).
Es posible que abuse del skat (a lo Fitzgerald) pero a todos nos gusta lucir nuestras virtudes y Reeves no iba a ser diferente. La facilidad con que viaja del registro agudo al grave meciéndose, sin apuro ninguno, por la zona media, le permite componer unas filigranas, en ocasiones cansinas, pero que te dejan anonadado. Las utiliza como si fueran un instrumento más y les añade cierto africanismo (Miriam Makeba) que realza la exhibición e impide cualquier crítica; escuchen y deléitense. Recurso que también esgrimió en un majestuoso bolero-son donde no necesitó ningún texto para explicarnos la historia; la imagen vale más que mil palabras, pero en escala vocal.
Para ser sinceros, el inicio no fue para tirar cohetes. Lo reafirmó la edulcorada I remember sky que, a pesar de estar firmada por Stephen Sondheim, con sus convencionales arreglos se convirtió en un caramelo empalagoso que nos hizo temer por una tormenta mainstream; afortunadamente la luz de lo sincero surgió de inmediato.
No se me ocurre ninguna cantante, ni actual ni de las mejores de antaño, que pueda igualar el Skylark (Mercer/Carmichael) que se marcó Miss Dianne. Sencillo, profundo, apasionado, lo purificó (esto no es cantar al uso) enviándolo al cielo que nos cobija y a ese Dios desconocido que asoma cuando menos nos lo creemos; en ese momento existió. La canción que justificó la entrada más cara del espacio modernista, teatro al que acudía por segunda ocasión y al que piropeó con devoción merecida.
Momento Lubambo
En el día que nos enteramos del fallecimiento de Gal Costa (a quien recordó con emoción) Reeves y su compadre Lubambo nos regalaron un par de instantes memorables.
Permitiendo un descanso a Simon, Gully y Rogers (les rescataron para acabar la tanda en una tremenda coda), se estimularon en sendas interpretaciones que, lejos de adormecer al personal, enardecieron.
La primera consistió en un cover, clave bossa, de Love is here to stay (Gershwin) en la que improvisó un monólogo cantado dirigido a su guitar partner y la segunda el Corcovado de Jobim, rebautizado como Quiet night of quiets stars tal como lo hicieron, tiempo ha, Astrud Gilberto o Frank Sinatra; el estilo Dianne la reconstruyó, por supuesto. Gloria bendita.
Despedida y medalla
Dianne Reeves se guardó para el adiós o el hasta pronto, Tarde de Wayne Shorter (el aliento de Makeba persistió) y You taught my heart to sing (McCoy Tyner) uno de sus caballos de batalla. La entonó, nuevamente, a solas con Romero Lubambo, repitiéndose el milagro. En este bis inolvidable apartó el micro y lo finiquitó proyectando su voz hacia todas las esquinas del recinto. Ni se notó. Esto es una cantante y lo demás, pequeñeces inútiles. Prodigiosa.
“Love and grace to all of you” fue la frase con la que se despidió del público presente, que no acabó de llenar el Palau, y que retornamos a ella y a su grandiosa banda de todo corazón.
Con tanta oferta es comprensible que no todas las propuestas abarroten las salas, aunque no vamos a quejarnos de la abundancia y calidad. En cualquier caso, los afortunados asistieron (repertorio aparte) a una lección de canto de las que no abundan. Master class.
Tal como se hizo con Sonny Rollins, Chick Corea o Chucho Valdés, Dianne Reeves recibió, de manos de su director artístico, la medalla de oro del Festival. Los merecimientos se antojan incalculables.






Autores de este artículo

Barracuda

Miguel López Mallach
De la Generación X, también fui a EGB. Me ha tocado vivir la llegada del Walkman, CD, PC de sobremesa, entre otras cosas.
Perfeccionista, pero sobre todo, observador. Intentando buscar la creatividad y las emociones en cada encuadre.