El tiempo es una daga que nos atraviesa a todos. Caminamos ensartados en ella, siempre hacia adelante, siempre hasta que nos agotamos y lo eterno se termina. Así, resulta complicado girar la cabeza y mirar atrás, contemplar las cosas que hemos sido, prestar el conveniente duelo a aquellas otras que perdimos. Porque vamos hacia adelante. Y en ese viajar perpetuo, ese baile eléctrico que es la vida, acabamos poblándonos con una interminable lista de ausencias. Las personas que ya no están, las costumbres olvidadas, las palabras de otro tiempo; todo ello flota a nuestro alrededor mientras seguimos avanzando, como una presencia invisible que se pega a la piel, que nunca abandona nuestra identidad física.
Hace casi un mes que Damien Rice tocó en el Teatro Circo Price de Madrid, su primera vez en la capital española en casi dos décadas de trayectoria. Y me ha llevado un tiempo procesar lo que escuché por un sencillo motivo: aquel día sonó la voz del músico irlandés, sí, pero casi más escalofriante fue aquello que no sonó. Ocurrió con fuerza en 9 crimes, una de las canciones más reconocidas de su repertorio. Rice se sentó al piano y empezó a cantarla, a hablar de lo injusto que resulta sentirse olvidado, dejado atrás. Y de lo terrible que es hacer eso con uno mismo. En el momento en que esa canción estalla, la clásica versión de estudio recoge a dúo las voces de Damien Rice y Lisa Hannigan, su compañera hasta 2007 -poco después del lanzamiento de aquel álbum-. En el Circo Price, el fragmento de tiempo en que Hannigan debería cantar cayó en un insoportable vacío, en un silencio capaz de quemar al simple tacto.
Quizá fuese la forma que tenía Rice de ‘no cantar’, de callarse, de hacer libre uso de ese fragmento para respirar, pero lo cierto es que aquellos fueron segundos asesinos, de una elocuencia aterradora. Sentí frío durante 9 crimes, como lanzado a un cuarto vacío con las ventanas abiertas. Fue una sensación física, una dolorosa sensación de abandono, de destierro. Vi venir al viento, lo vi alzarse a través de la ventana y recoger el aire estancado, muerto. Damien Rice seguía cantando, compungido, tratando de conducirse a sí mismo a un sólido estado de endurecimiento, pero en aquellas canciones no era otro sino el tiempo quien desplegaba el poder de su voz, quien lanzaba, en gélidos accesos de furia, órdagos sobre su implacable devenir.
No estuvo la voz de Lisa Hannigan en las canciones que en otro tiempo sí contaron con su voz, y en esa ausencia se pudo masticar con angustiosa claridad el material de la muerte, de la pérdida, del olvido. Un día los dos cantaban juntos y ahora solo queda él, tratando de llenar con su voz un espacio que está diseñado para ser compartido. Canta Rice: ‘es el lugar equivocado para estar engañándote’, y mi cuerpo se estremece en un espasmo de fragilidad.
Ese gesto solitario, ese callar cuando la voz ausente también calla, no es más que un recordatorio leve y triste, tristísimo, de nuestra caducidad. Como aquel que estira su brazo para abrazar la parte vacía de la almohada; como el otro que observa al suelo y contempla una sola sombra donde antes solía haber dos, las canciones de Damien Rice comienzan a convertirse en fotografías antiguas, imposibles de recrear en el tiempo presente. Y ahí sigue él, cantando, gritando, tratando de llenar con su voz el cuarto vacío que en otro tiempo, hace no tanto, estuvo tan lleno.
Imagen de portada © Camila Barbosa
Autores de este artículo
