Si alguien conoce al polifacético músico canadiense Chilly Gonzales, no hará falta que expliquemos su vida y costumbres. En cualquier caso, basta mencionar que en 2013 colaboró con Daft Punk para que los desconocedores de su currículo presten atención. El artista natural de Ontario fue el que secuestró (es un decir) a Sarah McCcoy de la mítica Blue Note con el fin de contratarla para grabar, en el sello de su propiedad, High Priestess (Gentle Threat, 2023), disco sucesor de Blood Siren (2019), su sombrío y espectacular debut. No vamos a culpar a Gonzales de ese teórico asalto, ya que fue él quien la descubrió en París.
Entrados en materia, podríamos situar a la pianista-cantante estadounidense (afincada en París) en el mundo del jazz y compararla (no nos gusta, pero debemos emplazar al personaje) con Nina Simone o Billie Holiday. Este odioso símil podría irse al traste si apreciamos la evolución de su trabajo centrándonos en High Priestess, dónde la electrónica, el hip-hop o el neo-soul, hacen acto de presencia.
Su look singular (nada a reprochar), ese recuerdo, inevitable, a la voz de Amy Winehouse y la posibilidad de encontrarnos con alguien diferente, nos obligaban a asistir a su première en Barcelona, concretamente en La [2] de Apolo. Otro “capricho” más del emblemático club.
Y como no podía ser de otro modo, estos geniales antojos siempre nos deparan alguna sorpresilla. La primera fue la escasa asistencia de público. Tampoco esperábamos un lleno total, pero sí algo más de calor para recibir a una artista tan especial. Lo hubo, ya que los presentes se dejaron llevar por el magnetismo de la imponente intérprete, sin perderse ningún detalle de su actuación. Quizá ya estaba ideado en un principio o la escasa venta de tickets lo favoreció, el caso es que la organización pensó en poner sillas en la platea y fuera por lo que fuese acertó. El intimismo de la apuesta necesitaba atención y nuestras cansadas piernas lo agradecieron.
Sarah McCoy y su piano
No conocíamos el formato del espectáculo, pero al ver tan solo un piano en el escenario, imaginamos que la protagonista prescindiría de cualquier ornamento pregrabado o de músicos respaldándola, así fue.
Vestida llamativamente y maquillada como acostumbra, Sarah McCoy se arrodilló sin ninguna aprensión (la palabra temor no existe en su diccionario) y atacó, a capella, I’m here. En estos primeros compases su voz todavía no estaba en las mejores condiciones y la rugosidad empañó la fulgurante entrada. No importó, en la imperfección muchas veces reside la belleza y sabíamos, con seguridad, que se pondría a tono en poco tiempo.
En Sometimes you lose, canción perteneciente a su última entrega y tercera del repertorio preparado, sus cuerdas vocales atraparon la inflexión precisa; de aquí hasta el cielo.
Naturalidad, crudeza y placer
Posiblemente a los más pudorosos les irrite ese desparpajo, sin límites, que se permite cuando se pone el traje de Nina Simone y se desbarata (incluida risotada final) cantando Boggieman; a nosotros, sin embargo, esta actitud que permuta jocosos comentarios (algunos escondiendo amargura) entre tema y tema con la concentración y seriedad que demuestra metida en faena, ante el solemne instrumento, nos seduce sobremanera.
En una reciente entrevista afirmaba: “la voz es el instrumento musical más versátil”. No le vamos a quitar razones. La utiliza de maravilla, sacándole el mejor jugo, tanto en las notas agudas, medias o bajas, como en Take it all. De todos modos, no debemos obviar sus excelentes dotes como pianista. Las mostró sobradamente en el binomio formado por Mamma’s song (dedicada a su madre a la que se refirió reiteradamente) y Long way home, composiciones encajadas en un monumental tour de force donde incluyó un solo de aires impresionistas españoles que a Manuel de Falla o Isaac Albéniz les hubiera encantado.
La McCoy alternó sus dos álbumes con acierto sin seguir un orden significativo. Lució magnífico acento francés en La fenêtre, estuvo fabulosa tanto en Go blind como en la penetrante Red hot (“my heart is not a game”), volvió a recrearse con el piano en Show’s over (primer bis), finiquitando el show con la contundente Fearless (“I ain’t afraid I’m gonna die someday). En ella, uno se acordó de Marianne Faithfull y Scott Walker, dos de los artistas que más han profundizado en las interioridades del alma humana; no sabemos si ella estará de acuerdo con esta atrevida afirmación.
Sarah McCoy prometió volver y la verdad es que apetece reencontrarse con ella en este formato o en cualquiera que desee presentar.
Cierto es que, en ocasiones, peca de un histrionismo provocado, tal vez, por querer esconder una juventud poco feliz. Ríe a carcajada limpia, lanza improperios continuamente (pareció avergonzarse de ello) y no le importa nada que le fotografíen sus posaderas. Ese sería el lado lúdico de un show que, básicamente, destiló exquisitez, calidad interpretativa (el arte de expresar) y momentos realmente oscuros. Una amalgama tan curiosa como apasionante, de aquellas que te hacen meditar.
Sufriendo el panorama artístico que nos asedia, día sí y otro también, uno piensa que personajes como McCoy, si no existiesen deberíamos inventarlos. La sal y la tristeza de la vida unidas.





Autores de este artículo

Barracuda

Aitor Rodero
Antes era actor, me subía a un escenario, actuaba y, de vez en cuando, me hacían fotos. Un día decidí bajarme, coger una cámara, girar 180º y convertirme en la persona que fotografiaba a los que estaban encima del escenario.