Quienes esperaban una velada melancólica, lindando la depresión, se quedaron con las ganas. Si bien es cierto que William Fitzsimmons no es precisamente “la alegría de la huerta” (la novedosa Amsterdam lo atestigua), su manera de afrontar todos sus desasosiegos es digna de admirar. La vida no se lo ha puesto fácil al cantautor de Pittsburgh (busquen detalles), sin embargo, en escena se muestra como un tipo afable, comunicativo y que desgrana sus vivencias con optimismo y cierta dosis de humor. Los versos nos hundirían, ocasionalmente, en la miseria.
Hace quince años que grabó su obra magna titulada The Sparrow and the Crow (Grönland Records, 2009), un conjunto conformado por doce canciones (terapéuticas) que ahora retoma para montar una serie de conciertos y, a la vez, reeditarlo en un precioso doble vinilo (tiempos mandan). Su traslación en directo no tiene el empaque musical que la grabación en estudio (los arreglos de piano se echan de menos), pero las composiciones mantienen tanto fuste que, tan solo con su guitarra y la de su colega universitario, Justin Shaw, alcanzan el mismo nivel que las del ejemplar álbum.
Singular telonero
Cuando se anuncia un canapé musical que bebe de Jet, Jeff Buckley o David Bowie, los temblores aparecen sin piedad. La propaganda, mil veces engañosa, nos atrapa y confunde, de tal manera, que deja de ser creíble en un par de segundos. No conocíamos el trabajo de James Bruner (Springfield, Illinois) y, la verdad, nos dejó perplejos. Conjuntando, a la perfección el folk con ácidos destellos, a la guitarra eléctrica, de su compinche, Zach Mears, ofreció un mini set excepcional que podría haberse alargado sin medida. Bruner posee una voz de gran calidad y una pleitesía a sus referentes digna de elogios. Un docto, en estas lides, nos comentó que el precio de la entrada ya estaba amortizado. Dicho queda.
Fitzsimmons el Grande
No nos engañemos, el universo por donde navega William Fitzsimmons no espolea a todos los paladares. Habla de matrimonios fallidos (institución sobrevalorada), desengaños, pérdidas irreparables o de intensas conversaciones destinadas a subsanar los errores cometidos (I don’t feel it anymore (Song of the Sparrow). No obstante, los comentarios, entre canción y canción, ayudan a digerir el desconsuelo, logrando una digestión mucho más sencilla.
Fitzsimmons deleita con una dicción inglesa accesible y un tempo que facilita la comprensión de, prácticamente, todos los versos escritos, verdadero sustento de su excelencia artística. Tampoco debemos olvidarnos de una riqueza vocal tan exigua como absorbente, cualidades demostradas desde After Afterall, pieza que abre el LP y nos dejó en trance desde la apertura.
Cuando se trata de interpretar un disco completo, lo más simple es lanzarlo tal y cómo se produjo, el “triste” norteamericano se apartó de lo acostumbrado y ligó las canciones a modo de libro, en el intento de lograr coherencia y verdad.
Dentro de un listado colosal, sobresalieron Please forgive me y If you would come back home (ambas relativas a sus divorcios), Further from you, Just not each other, You still hurt me, Find me to forgive (la depresión siempre presente) o They’ll never take the good years. Como desengrasante, y no englobada en la grabación, Fitzsimmons acostumbra a incluir I want it that way, hit de Backstreet Boys que fue coreada por los pocos (la comodidad no es sinónimo de desengaño) que acudimos a La Nau.
Nuestro hombre estaba contento y decidió, acabado el repertorio marcado, ofrecer, en solitario, un minúsculo set pletórico de sapiencia. En él aparecieron Chicago (Sufjan Stevens), So this is goodbye, Everything has changed o Beatiful girl, uno de los temas que cantó fuera del escenario, sin micrófono y rodeado de sus incondicionales.
Esta deferencia (después de hacer sus necesidades, incluso pidió permiso) demostró la calidad humana de un señor que, además de escribir y cantar como los ángeles, supera las penurias pasadas y ofrece lo mejor de sí mismo por poco que advierta complicidad. Ejemplo a seguir.
Autores de este artículo
Barracuda
Marina Tomàs
Tiene mucho de aventura la fotografía. Supongo que por eso me gusta. Y, aunque parezca un poco contradictorio, me proporciona un lugar en el mundo, un techo, un refugio. Y eso, para alguien de naturaleza más bien soñadora como yo, no está nada mal.