Nick Cave & The Bad Seeds, entre el dolor y la gloria

Hay músicos que necesitan el contacto directo con su público, que superan la barrera del escenario y se entregan hasta dejarse hasta la última gota de sudor. Nick Cave es uno de ellos. Anabel Vélez nos lo cuenta, fue testigo de su concierto en Barcelona.
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Pocos artistas hay que consigan transmitir esa energía desatada y sobrenatural que Nick Cave consigue transmitir. Es la magia de la música, pero es mucho más. No importa si es una pequeña sala o un gran estadio. El Palau Sant Jordi parece un lugar frío como para conectar con lo más primario, con las emociones más desatadas, pero si la persona que las provoca es Nick Cave y sus Bad Seeds, es normal y natural que así sea.

Nick Cave necesita el contacto con su público. Lo anhela. Lo busca. Y nosotros nos entregamos. Se nota esa energía que fluye entre el artista y aquellos que, ¿por qué no decirlo?, lo adoramos, mientras canta o interpreta una canción. Se nota la entrega. El sacrificio. Hacía pocos días vivíamos algo parecido en el impresionante concierto de St. Vincent en Razzmatazz. Annie Clark también sabe lo que es entregarse y dejarse la piel en el escenario. Tirarse al público, subirse a una barra con el peligro de caerte y romperte la crisma con tal de darle la mano a alguien que la está viendo actuar. Sí, la adoramos. Los adoramos.

Entre el dolor y la gloria, Nick Cave nos arrebata. Entre la alegría y la pena. Entre el placer y el sufrimiento. Es un dios salvaje, como el título de su excelente último disco. Un trabajo que tocó en su mayoría en su cita barcelonesa. Precisamente esta canción sonó tras la inicial y la apoteósica Frogs. Es Nick Cave un dios ante el que caemos rendidas y rendidos, sin remisión. Tampoco queremos lo contrario. Nos dejamos llevar por la marea de emociones musicales. Imposible no sentirlo, no dejarte arrastrar

Nick Cave salió al escenario, alto y desgarbado, con un traje oscuro, su pelo negro y su mirada vampírica a extraernos la energía, pero no como los vampiros, que te clavan los colmillos hasta dejarte sin sangre. Todo lo contrario. Lo que Nick Cave nos extrae, nos lo devuelve multiplicado por mil. Necesitado de esa conexión, ha montado una pasarela que lo conecta desde el escenario hasta la primera fila para entregarse en todo su esplendor al público. Tenerlo a apenas unos centímetros, poder casi tocarlo, es una experiencia que recomiendo a todo el mundo, al menos una vez en la vida.

Os puede parecer que estoy exagerando, pero todo lo que estoy contando es cierto y todas y cada una de las personas que lo vieron y estuvieron allí, estarán de acuerdo conmigo. Da igual si estaban en la primera o en la última fila. Nick Cave despliega sus conjuros mágicos y los extiende sobre nosotros. Y no tenemos escapatoria, caemos en la trampa o nos tiramos de cabeza como Alicia a través del agujero. Tanto si canta a la alegría de la vida o al dolor de perder a alguien querido, Nick Cave nos hace sonreír y llorar. Si a alguien no se le humedecieron los ojos cuando cantó Joy o Into My Arms, solo ante el piano, es que no tenía corazón.

Pero no es solo Nick Cave. La banda que lo rodea es una combinación perfecta. Desde el coro formado por cuatro impresionantes voces que iban a la perfección a las nuevas canciones llenas de una luminosidad casi cegadora. Y por supuesto los Bad Seeds, Larry Mullins a la batería; George Vjestica a la guitarra, Jim Sclavunos a la percusión, Carly Paradis a los teclados y al bajo, Colin Greenwood de Radiohead, la última adquisición de la banda. Y no podía faltar, su media naranja musical, el amigo eterno, el gran y desatado Warren Ellis, porque no sería el Nick Cave que es ahora sin Ellis.

Como decía sonaron gran parte de las canciones del nuevo disco, Wild God, como Sound of the Lake, Cinnamon Horses, Final Rescue Atempt, la sentida O Children o Conversion que nos dio el mantra de la noche. Cave lo repitió hasta la saciedad y nosotros lo coreamos con él: “You’re Beautiful! Stop!”. Evidentemente, no faltaron clásicos como Jubilee Street o una Red Right Hand explosiva. Y un homenaje a la ya desaparecida Anita Lane con O Wow Wow (How wonderful She Is) que abrió el primer bis. Dos encores y dos horas y media después, los Bad Seeds se despedían y Nick Cave nos dejaba, como decía, con ese delicado y delicioso Into My Arms.

Recuerdo al final del concierto comentar como el sudor le había formado un par de alas en la americana a Cave. ¿Dos alas infernales, vampíricas, celestiales? Este hombre está tocado por la gracia musical. Si no existiera, habría que inventarlo. Y nosotros lo haríamos con gusto. Salimos del concierto con el corazón encogido y henchido al mismo tiempo y también con la sensación de haber visto algo muy grande. El globo nos durará días, quizás incluso semanas. Solo hay que cerrar los ojos y reimaginarlo todo de nuevo. Hasta que Mr. Cave y los suyos vuelvan. Allí estaremos de nuevo.

Imagen de portada © Christian Bertrand

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