El amor en nueve actos (I)

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La música se convirtió en pop -en el sentido más estricto del término- cuando empezó a hablar de amor. Se hizo popular cuando se acercó a la gente que la escuchaba y se sacó la cáscara de impermeabilidad del jazz, el blues de fórmulas y el rock & roll. La década de los 60 vio nacer a una música que trataba el amor con el estómago y huía de racionalismos y frialdades demasiado cerebrales para enfrentarse a ese sentimiento complejo y poliédrico al que, hasta ese momento, no había logrado meterle mano.

El romanticismo -o todo lo contrario- musical sobrevive al tiempo con una solvencia inusitada, de tal modo que personas de todo el mundo siguen tarareando Yesterday más de 45 años después de que Paul McCartney la soñase y la publicase en Let it be, ese álbum que es casi un epílogo de la historia de amor particular de los Fab Four.  El romanticismo no necesita de la reinterpretación que requiere la música generacional –Quadrophenia, de The Who, es un buen ejemplo en este sentido- o la reivindicación política -más allá de la supervivencia epopéyica de The Freewhelin’ Bob Dylan-.

La percepción sesentera del amor, pese a lo que pueda parecer, resulta no distar en exceso de la actual, al menos inmersos en una sociedad occidentalizada. De este modo, los sentimientos que los grandes artistas, los que vivieron y protagonizaron el despegue de la música como fenómeno pop, siguen sirviendo como molde para entender las relaciones románticas actuales. Evidentemente, tras más de cinco décadas, sobran historias y letras para reconstruir lo que es una relación occidental. La música lo cuenta mejor que nadie.

1. El platonismo – Layla (Derek and The Dominos)

 

Eric Clapton destacó por su transparencia emocional, propia de un artista en constante búsqueda y altamente inestable. Compuso Layla para Derek and The Dominos en 1970, incluyéndola en el único álbum de la banda, el extraordinario Layla and other assorted love songs. La fugacidad de este supergrupo no fue novedad en la carrera de un músico que, en menos de una década, ya había dejado atrás su trabajo con John Mayall, su pertenencia a The Yardbirds y la creación y disolución de la banda de rock progresivo Cream. Antes de entregarse por completo a la cocaína -protagonista de su vida entre 1970 y 1973-, dejó para el recuerdo el que probablemente sea el mejor álbum de su carrera.

Layla, basada en una pequeña historia persa sobre un hombre que se vuelve completamente loco al no poder casarse con la mujer a la que ama, fue compuesta por Clapton para plasmar su desmedido encaprichamiento por Pattie Boyd, entonces casada con George Harrison, y quien posteriormente acabaría por ser su esposa -aunque apenas durante una década-. La propia Pattie, tras escuchar Layla en la habitación de Clapton -por aquel entonces ya eran amantes, aunque ella se resistía a abandonar a Harrison- antes de su publicación, llegó a ruborizarse y a pensar, como posteriormente admitiría, que “era completamente imposible que alguien no reconociese a los personajes de la canción”.

El corte, que es concretamente el penúltimo de la cara B del disco, arranca con una fuerza descomunal, de lo que es artífice el riff guitarrero de Duane Allman, quien colaboró en la grabación como artista invitado. Con esa voracidad comienza la súplica de Clapton, quien alcanza su máxima literalidad en una estrofa que le permite retratar al completo la situación:


I tried to give you consolation
When your old man had let you down
Like a fool, I fell in love with you
Turned my whole world upside down


La canción finaliza con una coda de piano interpretada por Jim Gordon con el acompañamiento de la guitarra slide de Allman, en lo que se acaba convirtiendo en una suerte de música de baile para enamorados, tras la tormenta desatada previamente. Layla fue el fruto de un capricho, y en ella se recoge la esencia del platonismo: no hay amor más brutal que el que comienza de ese modo.

2. El acercamiento – Thunder road (Bruce Springsteen)

 

Es difícil encontrar a alguien más adecuado para hablar de relaciones que comienzan que the boss, alejado de toda sensiblería y siendo, pese a todo, profundamente sensible, dueño de una profundidad casi subterránea que golpea desde el lodo. Su álbum Born to run, publicado en 1975, fue su auténtico propulsor hacia el estrellato, además del disco en el que fundamentó su identidad como compositor multiinstrumentalista, siempre cobijado por la E Band y ya lejos de ese sonido folkie que lo había encumbrado como el ‘nuevoBobDylan’, calificativo que siempre rehuyó.

El primer corte del Born to run es un golpe directo al estómago, uno de los temas más trascendentes de la carrera de Springsteen y, por qué no, uno de los grandes himnos de la historia del rock. Thunder road es una historia de comienzos, no solo en el sentido puramente romántico, pero su globalidad, su inmensa capacidad para capturarlo todo, la convierte en una exponente indiscutible cuando se pretende hablar sobre cualquier cosa que empieza. Siempre que se empieza algo se tiene en mente, de forma voluntaria o no, a Thunder road.

La mezcla entre la melancolía hacia el pasado que se deja atrás y la euforia por la carretera que está a punto de tomar hacia un futuro mejor es el tema constante de la canción y, de hecho, lo es también de todo el álbum. La habilidad de instrumentación de Springsteen le permite inspirar ese ansia de comienzo no solo a nivel lírico, sino también simplemente musical –I got this guitar, and I learned how to make it talk-. En su cóctel entran las prisas –so you’re scared and you’re thinking that maybe we ain’t that young anymore– y la esperanza –climb in: heaven’s waiting down on the tracks-.

En su viaje a través de Thunder road y hacia el estrellato, Springsteen se lleva consigo a Mary –so Mary climb in, it’s a town full of losers, I’m pulling out of here to win-, quizá la misma que luego rescata en The river -las conexiones entre ambas canciones son múltiples a todo nivel conceptual-. Y su cierre, tras el alarido final dejando atrás la mediocridad, no puede tener otro color que el del saxo de Clarence Clemons, que se excita a volantazos y te deja una sensación ineludible, unas ganas primarias de no dejar nunca de empezar.

3. El comienzo y las cosas idílicas – Let’s get it on (Marvin Gaye)

 

Si hablamos de expertos en temáticas concretas, y partiendo de que nadie conoce la carretera y el olor a gasolina como Springsteen, también es difícil encontrar comparación para la sensual lectura del acercamiento físico de Marvin Gaye. En su voz quebrada están todas las invitaciones al sexo, quizá excluyendo al acto en sí mismo por pueril, por no lo suficientemente tentador como las ganas o el deseo que llevan a él.

Después de reventar de éxito la Motown con su extraordinario What’s goin’ on, Gaye desató su concepto en su álbum más íntimo y cálido, un Let’s get it on que reduce la complejidad musical de su predecesor pero se recoge sobre sí mismo de un modo profundamente visceral. Su tema homónimo, primer corte del disco, es el primero de una larga lista de himnos a la tentación. Let’s get it on arranca reprimiéndose antes de explotar en mil pedazos, como explicándose y justificando lo que vendrá a continuación:


I’ve been really tryin’, baby
Tryin’ to hold back this feeling for so long
And if you feel like I feel, baby
Then, c’mon, oh, c’mon
Let’s get it on


Marvin Gaye serpentea alrededor del deseo que sucede al comienzo, de la sensación de pertenencia y pura expresión física y sudorosa del amor. Nunca antes se había sentido tan cómodo en su música, lejos de su encorsetamiento melódico de los 60 y su artificio reiterativo posterior, en busca de una chispa que es cuestión del tiempo y el lugar adecuados. De la magia del comienzo, la magia de Let’s get it on.

4. La solidez y el sentimiento de pertenencia – God only knows (The Beach Boys)

 

La metamorfosis sufrida por los ‘California Boys’ durante el proceso creativo de Pet sounds, en el que Brian Wilson se rebeló contra el propio concepto de la banda que había creado junto a su familia, alzó a esta banda sesentera, principal rival de ventas y corrientes creativas de The Beatles -no en vano, hay mucho de Pet sounds en Revolver y Sgt. Pepper’s lonely hearts club band, quizá los dos álbumes más legendarios de los Fab Four -desde su condición surfera hacia un plano mucho más etéreo y reflexivo.

Entre la experimentación constante en fase de producción, con orquestaciones multiinstrumentales e incluso incorporando sonidos no necesariamente musicales -el título del álbum no es un capricho- se puede rescatar una de las composiciones más bellas del grupo. God only knows define el espíritu de Brian Wilson dentro de esa carcasa de Good vibrations que eran los Beach Boys. En ella está toda la paz de espíritu que el líder creativo del grupo anheló y tardó en conseguir -ver Love & Mercy (2015)-.

Lo cierto es que ninguna canción define la sensación de amar, ya sea a una persona o a un oficio o a lo que sea, como lo hace God only knows. Pero cuidado, arranca avisando que lo más probable, aunque no pueda asegurarlo, es que no dure para siempre. Pero joder, ahora mismo, en este preciso instante, el sentimiento es tan fuerte que apenas puede describirlo.


I may not always love you
But long as there are stars above you
You never need to doubt it
I’ll make you so sure about it
God only knows what i’d be without you

Continuará…

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