Caía la noche. Aquellas angostas calles empezaban a oscurecerse dejando paso a las luces artificiales. Llegábamos tarde a cenar. Nos habíamos entretenido demasiado. “Ya llevamos cuatro días aquí, nos conocemos las calles. Llegaremos en un abrir y cerrar de ojos”. Primera lección: Lisboa es pequeña, pero sus calles son largas y vertiginosas. Nuestro objetivo se hallaba en su barrio más antiguo, Alfama.
Después de atravesar todas aquellas callejuelas llegamos al lugar. Estaba tan repleto de gente que apenas podíamos escuchar nuestros pensamientos. Tomamos asiento. De repente, una voz quebrada de mujer rompió el ruido consiguiendo acallar todas esas voces. Por supuesto, no era un restaurante normal sino una casa de fados. Pero hay algo diferente: esa voz no es la que escuché hace un par de años en aquel local. Esa voz que oigo aquí y ahora es la de la gran fadista Ana Moura. Nosotros no estamos en Lisboa, sino en Barcelona, en la Sala Barts.
Sí, es real: durante un fin de semana Barcelona se ha convertido en Lisboa, la “Lisboa d’outras eras, dos cinco réis, das esperas e das toiradas reais” que cantara, allá, la gran Amália Rodrigues, la “Lisboa antigua y señorial” que conocieron mis abuelos a través de las voces de Gloria Lasso y Jorge Sepúlveda. La primera edición del Festival de Fado de Barcelona ha tomado la ciudad condal convirtiendo la zona del Museo Marítimo en otra Alfama y la Sala Barts en una casa de fados.
Corazones portugueses
“El fado es la manera que tienen los portugueses de traducir sus corazones, su alma”. A los fadistas y los amantes del fado les cuesta mucho definir este género musical. Es muy complicado. Sin embargo, Carminho, una de las fadistas más importantes de la última década, esbozó esta definición y acertó. Su concierto abrió el Festival de Fado el pasado sábado. A este le siguió el de Ana Moura, la noche siguiente. Ambos recitales en la Sala Barts y ambos dejaron clara una cosa: el fado es puro corazón. Saudade, morriña. Es aquel mar de lágrimas que separaba Brasil y Portugal en el poema de Vinicius de Moraes.
No hacía falta que Moura y Carminho intentasen definir nada. Como siempre, la música ya lo decía todo. Aunque no entendiese las historias que contaban en sus canciones, tampoco hacía falta. Sus voces eran capaces de transmitir el dolor, la alegría, la tristeza… “El fado no es triste”, insistían. Y tienen toda la razón. El fado puede relatar una historia sobre el desamor, pero también una feliz boda. El fado es la esencia de la música tradicional portuguesa. El fado es ese momento en el que decides contener tus lágrimas para poder seguir escuchando. Y, por supuesto, el fado es y siempre será Amália Rodrigues.
El fado no es triste
Una niebla espesa y amarillenta que cubre toda la sala me impide abrir bien los ojos. Un ambiente sombrío que contrasta con lo que nos vamos a encontrar. Todo el mundo está impaciente. Un sonido espectral marca el inicio del concierto… Lo de Ana Moura con el fado no fue casualidad. De más joven intentó sacar un disco de pop-rock que, finalmente, nunca llegó a grabar. Y este contratiempo sólo hizo que el destino la llevara a encontrarse con su verdadera pasión: el fado. Su voz aún no era muy conocida, pero llegó a oídos de la fadista Maria da Fé, cantora de los poemas de José Luis Gordo y propietaria de Sr. Vinho, una de las más tradicionales casas de fados. Da Fé la invitó a cantar en su establecimiento. Fue un flechazo. Desde aquel día Moura decidió entregar su vida al fado.
Al sonido fantasmagórico lo acompaña un músico tocando el piano. Poco a poco van incorporándose más instrumentos: el bajo, la batería, la guitarra española y, cómo no, la esencial guitarra portuguesa. Entre destellos aparece la despampanante artista. Está preciosa. Lleva un vestido negro de flecos relucientes, un atuendo que pronto será sustituido por otro más fresco, de flecos blancos, pues la calidez de la sala hace mella en la cantante. “¡Qué calor!”, exclama entre risas. La sonrisa es la marca que define a Moura, una sonrisa que sólo desaparece cuando la canción lo requiere.
Todos los presentes están emocionados. Parece que en la sala hay bastantes portugueses. La veneran. Nadie se imagina que Moura tiene un plan: quiere hacernos bailar. Esta noche ha decidido traer a Barcelona las canciones de su último disco, Moura (Universal, 2015), un álbum que llega a nosotros después de Desfado (Universal, 2012), de los más vendidos en los últimos años en Portugal. Con este nuevo proyecto ha querido “rescatar la idea de que el fado se puede bailar”. “Nosotros no somos solamente tristes”, explica. Así nos lo demuestra con el imprescindible Fado dançado. Desgraciadamente, no consigue su propósito, la gente no se levanta a bailar, pero, a cambio, recibe grandes ovaciones de un público totalmente entregado que palmea al son de su música.
Durante el concierto, Moura consigue llevar el fado a otro nivel. Si Carminho evoca el fado tradicional, Moura representa el moderno. Entre su música encontramos, además del sonido típico portugués, cierto toque de jazz y de soul. La cantante es una gran amante de otros géneros musicales como el rock. Y el sentimiento es recíproco: el fado de Moura ha causado gran admiración en artistas de la talla de Prince (con quien entabló amistad), incluso llegó a cantar, en 2007, con los Rolling Stones. La performance también se desmarca de la del fado tradicional, donde normalmente la fadista aparece acompañada de un trío de guitarras.
Las luces aportan dramatismo a la actuación de Moura. Es todo un espectáculo. Cuando está en el punto álgido de la canción, las luces se apagan. La artista baila continuamente. Sus manos, su pelo, todo su cuerpo es pura expresión. Realmente siente lo que interpreta hasta el punto de cantar con los ojos cerrados. A lo largo de la noche, arriba, en ese escenario, se viven grandes momentos, pero uno destaca por la magia que desprende: la versión que ofrece de uno de los fados inmortalizados por la inmortal Amália, Maldiçao. Llegados a este punto los músicos abandonan el escenario y sólo queda Moura acompañada de Ângelo Freire con la guitarra portuguesa. Ella la mira fijamente y se queda ahí, sin decir nada, observando y disfrutando cada nota, y al cabo de un buen lapso rompe a cantar.
Cuando ya no puede soportar el calor Moura pide disculpas para poder ir a cambiarse, pero no nos deja solos. Sus músicos nos tienen algo preparado: unas melodías que hipnotizan a todo el público y que reciben aullidos, silbidos, aplausos… Al rato, Moura vuelve al escenario. “En las casas de fados cuando algo nos gusta decimos ‘ay, qué categoría’”, comenta mientras contempla con admiración a sus compañeros de escenario. Y prosigue: “Ay, qué categoría de músicos”.
Por fin llega una de las canciones más esperadas de la noche, Dia de folga. Subidón. Ahora sí que la gente se levanta a bailar y a cantar con ella. Moura se va del escenario, pero sigue cantando. No la vemos, pero escuchamos su voz. Los músicos la siguen. Es tal la emoción que provoca en el público que no la quieren dejar escapar. Parece que el concierto ha acabado, pero no. Vuelven para regalarnos un par de canciones más, entre ellas una de las más ansiadas, Fado Loucura, del artista plástico, compositor y poeta Júlio de Sousa. “Sou do fado”: con estas tres palabras de Sousa empieza su poema y con ellas debo acabar yo mi crónica porque el fado se vive, se siente. Al fado se pertenece. Sou do fado.
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Celia Sales Valdés
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Oliver Adell
Me gusta viajar, la buena compañía y, sobre todo, la música; en especial el jazz. Fotógrafo de eventos, conciertos, bodas y lo que surja. Me gusta fotografiar no solo el instante sino la emoción de lo que hay detrás.