En Barcelona y alrededores, como imagino en otras ciudades de la geografía española (mi etnocentrismo barcelonés me impide corroborarlo) se vive una plaga de escape rooms, panaderías con precios de boutique de lujo, fitness center y de cualquier sarao que incorpore food trucks (también a precios de oro). En esta lista podemos incorporar desde hace unos años los festivales de música. La ubicuidad de estos certámenes alrededor de la actividad musical –y, cada vez más, del puro jolgorio– alcanza su apogeo en la agenda veraniega. Resulta difícil, por no decir imposible, hallar un fin de semana liberado de alguna gran cita musical. Las hay para todos los perfiles, para todas las edades, para todos los estilos, y para todos los bolsillos. Según la Asociación de Promotores Musicales (APM) en España se produce una media de 18 eventos de este tipo a la semana (datos de la temporada 2017). En Barcelona, por ejemplo, en estas fechas se celebran 4 marco festivales, dos de ellos con satélites internacionales. Y si ampliamos el radio, el goteo es incesante, dejando un atiborrado calendario de eventos musicales, ya sean de mayor o menor envergadura.
Esta presión que lleva años prefigurando una burbuja de festivales se ha cobrado hace unas semanas la primera víctima ilustre
Otro factor que repercute significativamente en esta mapa superpoblado es que las clásicas fiestas mayores de cada población, donde todos hemos caído en algún que otro coma etílico, ahora han adquirido entidad de festival, rebautizando su clásica programación de directos como si fuera un nuevo certamen (algunos incluso de pago). Y aún habría que sumar, para completar este puzle de piezas amontonadas, la programación habitual de directos (que no cesa en verano), los Brunchs, los SoundEats, los Monumental Club o cualquier fiesta de comunidad de vecinos a la que le hayan puesto la coletilla electronic –hasta una pulpada electrónica somos capaces de montar aquí… no bromeo–.
Esta presión que lleva años prefigurando una burbuja de festivales se ha cobrado hace unas semanas la primera víctima ilustre, sumándose así a otros notorios precedentes: Summercase, SOS Murcia, Monegros Festival. La cancelación del Doctor Music Festival evidencia esta saturación en el mercado. Y aunque la cita comandada por Neo Sala ha estado marcada por el infortunio (el cambio de escenario del paradisíaco Escalarre a los altos hornos de Montmeló como parche del dictamen de la Agencia Catalana del Agua ha terminado en rebentón), su dramática decisión final expone la dificultad para abrir un nuevo enclave musical en un mapa petado de festivales. Sin ir más lejos, en las mismas fechas que debía producirse el retorno de la Vaca, se celebran el BBK Live (Bilbao) y el Mad Cool (Madrid), dos circuitos asentados con un cartel similar como el que proponía Doctor Music en territorio catalán.
Ahí radica otro de los inconvenientes de este exceso de oferta, la homogeneización de los carteles. Es común encontrar los mismos artistas en un buen puñado de festivales. Y no me refiero a la omnipresente Rosalía que todos se rifan, sino a una programación que parece fruto de la consolidada entrada de los grandes grupos de inversión en la organización de estos macro eventos. Además se da que la propia organización y managment se concentra en unas pocas manos, con lo que invita a pensar que esta mentada uniformidad en los carteles y en la propia dispisición organizativa de los grandes certámenes se debe a la fuerza de estos conglomerados y a los pactos de exclusividad que consiguen –un poco como la presión oligopólica de Hollywood en la distribución de sus películas en las salas de cine–. Así, esta acusada saturación no solo repercute en el bolsillo, sino en la sensación de encontrarse siempre ante los mismos cabezas de cartel y en la propia calidad de las experiencias servidas –The National viene esta año al Festival A en exclusividad en territorio ibérico, y para el próximo estará en el Festival B–. Todo esto genera un cierto déjà vu prolongado que lleva al estancamiento y al agotamiento.
Pequeñas citas nacen sin disposición de renegar de un trocito de un pastel que se antoja copioso, pero estresante y repetitivo para el asistente
El caso Doctor Music, aunque los motivos extra musicales y organizativos han sido cruciales, ha puesto en evidencia la dificultad para abrir un espacio que compita directamente con festivales ya asentados y que lo haga además en un calendario sin fechas despejadas. Aunque no hubieran tenido la negra de un historial en el que muchos vieron la crónica de una muerte anunciada, a ese retorno de unos de los festivales fundacionales de la península le hubieran surgido dificultades para abrirse (de nuevo) un espacio en un mercado muy distinto al de las lejanas primeras ediciones. Su deceso podría entenderse como una señal de alerta para los aventurados del futuro, pero de momento no parece que vaya a ser así.
En Barcelona este año hemos recibido un nuevo festival, con un nicho de público muy evidente, como es el Polo Music Festival. Y pequeñas citas nacen sin disposición de renegar de un trocito de un pastel que se antoja copioso, pero estresante y repetitivo para el asistente. Llegando incluso este año al paroxismo con situaciones excepcionales: probablemente el cambio de fechas extraordinario del Sónar haya generado que dos festivales de proximidad geográfica que comparten parte de su target, como son Vida y Cruïlla, coincidan en el mismo fin de semana. Ahora ya no es el solapamiento de conciertos dentro del festival, sino la duplicación o triplicación de oferta musical en directo durante un mismo fin de semana. De seguir vivo el Doctor, un perfil de público similar se tendría que haber debatido entre tres grandes citas… de locos, vaya.
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