Con motivo de la aparición de su segundo álbum The story of Sonny Boy Slim (Warner, 2015), un periodista anónimo, se enzarzó con Gary Clark Jr. de modo desatinado y grosero. Sus exacerbados comentarios nacían a raíz de la evolución, en negativo, de la carrera del guitarrista nacido en Austin, Texas. No les recomiendo esa lectura por ser soez, malintencionada y estar escrita con antifaz. Sin embargo, obviando los pestilentes gases destilados, este oscuro personaje no erraba del todo el tiro. Poco tiene que ver su poderoso arranque en 2004, cuando salían abrasadoras chispas de su Telecaster, con el músico algo trasnochado que pudimos contemplar en la Sala Apolo. ¿Puede un músico excelente dejar de serlo en tan solo catorce años? Evidentemente no, una actitud endiosada, los desmesurados abrazos al mainstream y el embrollo estilístico donde se ha metido, son los causantes del problema. Utilizar de caballo de batalla y abreconciertos una pieza tan alejada del blues clásico como Come together (The Beatles) es incoherente, roza la torpeza, aunque, claro está, los asistentes se desmadraron coreándola; el truco facilón del as en la manga. Jugarreta inexplicable cuando en la cartera tienes perlas tipo Travis county o Bright lights – con la que cerró el concierto -. Curiosamente en ese instante final nuestro bluesman tenía las pilas bien cargadas, demasiado tarde.
Alguna cosa pareció no funcionar bien después del homenaje a los cuatro de Liverpool. Mientras la banda acometía el intro de Ain’t messin ‘round, Clark se peleaba con elementos que le imposibilitaban su trabajo. Finiquitado el inacabable preámbulo, y puestos en faena, escuchamos los primeros riffs desafinados. El espectáculo tampoco acabó convirtiéndose en gatos maullando pero, durante un buen rato, los deslices se sucedieron. En ese lapso negro, apareció la magnífica figura de Eric ‘King’ Zapata para, con la guitarra rítmica, salvar vidas, muebles y lo que fuera necesario. Johnny Bradley al bajo y Johnny Radelat, baterista, también ayudaron lo suyo. Un trío tan demoledor como buen samaritano.
Los toques jamaicanos en When my train pulls in, recuperaron esencias elevando el tono, la mejora ya era incuestionable. Confirmada en Our love o Cold blooded, dos temas en clave soul, estilo donde mejor se movió el tejano, ya que en los arrebatos de blues arcaico su quebrada voz no llegó a los mínimos exigidos para suscitar emoción (Howlin’ Wolf abandonó su palco celestial para ir a tomar un refresco). Entre subidones y bajonazos llegó al citado brillante final. Otro gallo hubiera cantado si ese hubiera sido el nivel medio, pero los hados o Belfegor (dios de la pereza) quisieron ser protagonistas.
No estamos en tiempos de quemar guitarras a lo Jimmy Hendrix, ni Peter Townsend está lo suficientemente en forma para arrear guitarrazos a los altavoces, aunque no estaría mal acercarse a este tipo de cólera ficticia por poco creíble que sea, el adocenamiento nos invade. Necesitamos más nervio, porque cualquier noche alguien gritará desde la platea esa frase entonada por Iggy Pop: “I’m bored!”
Autores de este artículo
Barracuda
Aitor Rodero
Antes era actor, me subía a un escenario, actuaba y, de vez en cuando, me hacían fotos. Un día decidí bajarme, coger una cámara, girar 180º y convertirme en la persona que fotografiaba a los que estaban encima del escenario.