No hay alegría más plena que la de reencontrar lo que se creía perdido. Por eso la nostalgia, como forma comunitaria de alucinar el pasado, nunca pasará de moda. Quizá lo que hizo posible la teoría de la relatividad no fue el avance de la física, sino lo dispuestos que estamos a creer que el tiempo no existe, que es una ilusión. Así, cuanto más nostálgica una época, más relativista; y cuanto más relativista, más descontenta de sí misma y más necesitada de encontrar asideros seguros a los que agarrarse, ya sea en el pasado o en el futuro. Que por otra parte no existen. Terrible aprieto.
Las novelas de Thomas Mann, contemporáneo de Einstein y nacido a poco más de cien kilómetros de distancia, son un microscopio colocado sobre el tiempo y la decadencia, desde el balneario de Hans Castorp al verano veneciano o los ruinosos negocios de los Buddenbrook. Precisamente esa decadencia, desde dos planos distintos, es la que Einstein y otro contemporáneo suyo, Bergson, trataron de combatir cada uno a su manera haciendo palanca con la duración del tiempo. Mientras tanto, un vienés llamado Sigmund Freud se aseguraba de sellar la entrada en la era de la nostalgia al anunciar que en el inconsciente, su bebé querido, el tiempo no existe.
Y ya nostálgicos todos, cientifizados e interconectados, entramos en el siglo XXI. Dicen que el hombre se distingue por ser el animal que mejor se adapta al medio cuando, más bien, deberían decir que es el animal que más empeño pone en transformar el medio a su gusto sin atinar nunca. Tanto empeño le pone que cuando el medio cambia, le jode. Es natural. Y como está en su naturaleza “ver a Dios en todas las cosas y a todas las cosas en Dios”, que decía Ignacio de Loyola, una vez muerto Dios queda la rabia: la inmutabilidad que antes le otorgaba al cielo, ahora se la otorga al tiempo curvado —que tampoco es de este mundo y aunque pase, no pasa, y aunque duela, no duele—. Inmóvil en su círculo, porque ese es el destino de toda curva, otra forma de reencontrar lo perdido, el tiempo ya no conoce un antes ni un después y la nostalgia comunitaria se convierte en otra forma de cantar la gloria de Dios.
Todo esto viene a propósito de que hoy es el aniversario de la muerte de Kurt Cobain, que es como decir el día de San Anselmo en 1876. Y del mismo modo que por entonces no podía haber tanta gente interesada en la Inmaculada Concepción de María, sería difícil creer que alguna vez el grunge haya sido el asunto de masas que parece hoy salvo que aceptemos que a Dios cuesta matarlo más de lo que parecía, el maldito, y que, con una camiseta de Nirvana como escapulario, estamos hablando de otra cosa.
¿Y cuándo no estamos hablando de otra cosa?
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