No me vendas tu mierda: la debacle de Eminem y Nicki Minaj

Analizamos los nuevos discos de las ya viejas glorias del rap Eminem – Kamikaze – y Nicki Minaj – Queen – desde el punto de vista del marketing.
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Hay un cinismo delicioso en el rap norteamericano que abruma. Consensúa y sacrifica leyendas con la celeridad con la que Steven Spielberg se emociona con series, e impone una senectud fulminante ante la que conviene evitar adjetivos caducifolios. Pocos han sabido transitar el angosto desfiladero en el que se conserva la identidad sin caer a los lados de la sobredosis o, peor aún, de la irrelevancia. En ese funambulismo que pone en riesgo testamentos enteros y deja en evidencia los meneos autómatas de Theresa May, la batalla la suele ganar, como casi siempre, el olvido, que viene a saldar su deuda a quienes se exhiben por las alfombras rojas como Bruce Willis en El sexto sentido: sin saber que ya están muertos.

El principio de obsolescencia que en este mundo sólo respetan algunos electrodomésticos y Máxim Huerta debería aplicarse por decreto ley en el mundo de la música. Hasta La fuga de Logan, aquella estroboscópica distopía de 1976, sabía que envejecer es llevar a cabo un buen mapping para saber dónde pueden tirar tus cenizas sin que abras heridas y telediarios. Quizás te espere un post mortem cargado de alabanzas camp y fetichismo de tabiques desviados, pero sólo una determinación fúnebre te permitirá averiguarlo.

Este deseo de muerte que haría enrojecer las nalgas de Lorca me lleva a dos hitos recientes del patetismo ilustrado: los últimos discos de Eminem (Missouri, 1972) y de Nicki Minaj (Trinidad y Tobago, 1982) en cuya difusión se ha hablado, naturalmente, de todo menos de música. A Eminem hace tiempo que lo intuimos como un runrrún profuso de las hemerotecas del género: en términos históricos, inspira tanta nostalgia como MySpace o los vaqueros a ras de raja culera. De hecho, podemos medir nuestra propia vejez en sus apariciones públicas como si fuese nuestro propio Dorian Gray: cada tinte grasiento que pululaba por su rala cabellera era un río más de dejadez que nos llevan a la mar que es el morir.

Eminem
Portada de Eminem – Kamikaze (UMGRI/Interscope, 2018)

Eminem deambula sin gracia por Comala habitando los espíritus de lo que algún día fue, sin acabado y sin gracia apenas.

El errático camino de Eminem por exorcizar sus particulares bloqueos fue tan mediático y notorio que Netflix comprará los derechos futuros para una miniserie con Tom Holland de protagonista. La inquietud es un arma cargada de ebriedad, y el otrora George Carlin del rap se dedicó a imitarse a sí mismo en una parodia infinita que pondría a Foster Wallace contra las cuerdas y exigiría una investigación policial por masturbación pública. El éxito de Eminem radicaba en una verborrea vitriólica que funcionaba desde el extrarradio del sistema, pegando alaridos agarrado a una valla electrificada mientras se las ingeniaba para rimar exabruptos hasta reducirlos a onomatopeyas que en su particular stream of consciousness cobraban un sentido profético. El momento en el que convino voluntariamente en exiliarse, en dosificar la sarna bucal que le convirtió en una eminencia caucásica para memorables rednecks, redujo al de St. Joseph a la página de cumpleaños de un periódico de provincias. El punto final llegó el año pasado, cuando lanzó el premonitorio álbum Revival (Aftermath Entertainment, 2017). A Melquiades Estrada le hicieron falta tres entierros para darse por condenado. A Eminem le bastó ese trabajo.

Sin embargo, la doctrina del pensamiento positivo que nos ha dado a Toñi Moreno y ha multiplicado los goteos de semen de Paulo Coelho, ha acabado por alcanzar el corazoncito de aluminio y gravilla de los seguidores de Eminem. Sin mucho mazo que dar pero rogando a Marshall que regresara a sus raíces, sus seguidores pululaban por el éter con la desesperación incierta de tres millones de hermafroditas, con la vitola dickensiana de quién sabe qué religión. En un acto de piedad que se estudiará en las malas praxis del márketing, Eminem decidió irrumpir en la escena del teatro equivocado: Kamikaze (UMGRI/Interscope, 2018) fue fletado a las redes sociales en busca de llamada de auxilio. Y vaya si la hubo.

Eminem
Eminem | © Shady Records

Desde las acusaciones de homofobia por parte de uno de sus partners in crime, Justin Vernon de Bon Iver, hasta el acabado ridículo de un álbum compuesto de remaches urgentes como un páncreas desangrado, Kamikaze es una nómina de bilis donde Eminem se despacha a gusto contra los que osaron interponerse entre él y su mediocridad con Revival. Por supuesto, la pulla imprescindible contra Donald Trump figura entre los highlights de un asalto venéreo donde medio imperio del rap actual recibe su propio veneno. ¿Y el disco qué tal? Rezumante de ripios y profundo en su cólera reflejada en lúcidas boutades. Hace años se decía que la industria sólo temía las represalias de Eminem, ni siquiera la amenaza de una bala resultaba tan elocuente como la jerga altiva y procaz del más semántico de los raperos; sin embargo, sus rencillas malacostumbradas han convertido esa grata retórica en un lloriqueo pueril, sin sustancia y sin forma, en una bajada de forma que acentúa su proximidad al anonimato en el Walmart. Eminem deambula sin gracia por Comala habitando los espíritus de lo que algún día fue, sin acabado y sin gracia apenas. Por eso, su lanzamiento en forma de tweet, indiferente como Isabel Coixet en la cola de un Primark, deja ver que él mismo sabe que esta es la respuesta repugnante e inmediata con la que salda el beef de la ignominia. De momento, el Eminem de antaño estudia el formol de su ocaso por si se permite el lucimiento acomodado de las tribunas, midiendo la inapetencia de sus fans una vez y otra vez.

Pero dejemos al malogrado icono de Missouri y metámonos en la reincidencia del escándalo con Nicki Minaj, que es al rap lo que los cuartos para las campanadas: debemos recordar que existe para evitar atragantarnos cuando llegue. La industria, ese malvado ente que actúa con la indecencia del libre mercado, siempre se ha mostrado piadosa con Nicki por la torrencialidad de sus enunciados, que provocarían contorsiones musculares en atletas del verso menos entrenados. La gran virtud de la carrera de Minaj reside en dosificar la estridencia a paladas, permitiéndose alardes kitsch tan atolondrados y efervescentes como para ser detenida por narcóticos. Marca de la casa es el estilismo desmesurado e inexplicable, tan absurdo en su nacimiento como imposible en su costura; de una ortodoxia poco menos que simplona y servicial, Minaj pasó a buscar la différance de Derrida y a desbordar la representación. Sus prosélitos, que se cuentan en manicomios, abrazaron cada una de sus ineptitudes díscolas y la convirtieron en la protagonista de cada tentempié. ¡Pero si hasta fue juez de American Idol!

Nicki Minaj – Queen
Nicki Minaj – Pink Friday

Eminem y Minaj no han entendido nada del mensaje de vacuidad que rige el marketing contemporáneo.

Sin embargo, los últimos tiempos no han sido tan felices en casa de los Minaj, que supongo que dista poco de la de Bernarda Alba: su participación pública y sus ecos mediáticos habían bajado tanto como los de Pedro Solbes en los últimos tiempos, y uno sólo podía especular que o bien había aceptado castamente su estatua y un rumor lejano de aplausos desganados, o bien incubaba un trabajo espeluznante que expondría las debilidades de sus competidoras inmediatas como el bisturí de Jeremy Irons en Dead ringers. Y por supuesto, apurada por el férreo reinado multidisciplinar con el que Cardi B atesora la actualidad, Nicki decidió tachar con tinta gruesa cualquier acto de previsión y publicar, outofnowhere, un disco que, como con Eminem, exuda revanchismo y espíritu de reconquista: Queen (Young Money/Cash Money Records, 2018).

Y el resultado, dicho sea, es favorable, por no matizarlo con un parco ‘muy’. Minaj restaura unas aptitudes cabales y prolíficas, que le permiten relamerse de pura discordia o coquetear con un sonido marcadamente agénero, un impasse de melodías y conceptos que ruge atronador sin necesidad de apoyarse en efectivismos baratos como la purpurina con la que muchos aliñan su música. Es un disco, en realidad, acojonante, en el que Minaj se regodea desde una cumbre secundada por un manojo de ilustres colaboradores que nos llevan desde Lil Wayne a Swae Lee, sin olvidarlo (cómo no) a nuestro ángel caído Eminem. El carpetazo en la mesa de Minaj resulta más que decisivo, y su tiempo en la reserva del cuartel ha servido para ingresar de nuevo en la batalla.

Nicki Minaj – Queen
Portada de Nicki Minaj – Queen (Young Money/Cash Money Records, 2018)

¿Qué ocurre sin embargo? Que el enemigo ha cambiado de armas, y la guerra se disputa en un terreno árido e ignoto. Nicki regresó a la industria musical como Morgan Freeman a los supermercados en Cadena perpetua: para la sociedad, era una metáfora avejentada a la que integrar por fuerza del sistema. Travis Scott, cuya gran virtud musical es saber abrazar a Kylie Jenner sin despeinarse, se ha upado al número uno de las listas de ventas en Estados Unidos, forzando a Minaj a bajarse al papel de Garfunkel como meritoria secundona. Por supuesto, como estigma de su tiempo, Minaj se lo ha tomado bastante bien: sólo ha pataleado en cada una de las entrevistas de promoción. De hecho, como parte de esa sugerencia sexual con la que Nicki embala su producto, se ha permitido enrojecer a Stephen Colbert y titubear a Ellen DeGeneres. Sin embargo, el resquemor que aún asedia la difusión de este trabajo oculta la magnitud real de su obra: la posteridad es caprichosa y burlona, y en tiempos en los que todo es tan fugaz como una cartera tirada en una esquina, Minaj ha ido perdiendo oportunidades de construir la inmortalidad.

Eminem y Minaj no han entendido nada del mensaje de vacuidad que rige el marketing contemporáneo. En su búsqueda de sangre simple como los Coen, han ultimado trabajos errabundos en el caso de Eminem, longevos en el caso de Minaj, pero ajenos al discurso de mayorías. Su pretensión era demostrar que las inquietudes profusas de sus entrañas todavía rimaban con el seno de las mayorías, y que el culto a su megalomanía merecía una prórroga más en forma de disco inmediato. No obstante, el interés de la audiencia ahora se rige por la entidad de tus sondeos y lo aguerrido de tus nimiedades; lo último que le interesa al público actual es un puñado de viejas glorias que sustentan sus vicios con las limosnas de aquellos que subsisten en la nostalgia. Por ello, esta campaña de promoción, repentinamente incendiada por la homofobia ajena al discurso de la equidad o por el cainismo a flor de piel como motor de las entrevistas, sólo ayuda a convertirlos en caricaturas céreas de un museo demasiado mediatizado. El fracaso es gratuito, y lo ofrecen en cualquier rincón del vocabulario; y estos dos han hecho méritos suficientes para obtenerlo en dosis industriales. No me vendáis vuestra mierda, Eminem y Minaj: con eso no se abona el cementerio de donde venís.

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1 comentario en «No me vendas tu mierda: la debacle de Eminem y Nicki Minaj»

  1. Muy ofensivo y desacertado. Primero, un tio que llama a Eminem “El de St. Joseph” es que no tiene ni idea de su vida, ni de su historia, ni de su música (por mucho que haya nacido allí, Eminem es de Detroit). En segundo lugar, hablar con este tono tan ofensivo y de desprecio sobre un artista que se dedica a la música 24/7, un liricista respetado por toda la indústria del rap, de los pocos que aún siente y se trabaja lo que dice y no balbucea 4 palabras sobre mujeres y droga… lo encuentro vergonzoso y muy poco profesional. Y por último, a medida que han pasado los años su música ha hecho una evolución enfocada a la perfección de sus rimas y su complejidad, y esto los que apreciamos las letras lo valoramos. No porque suene a nuevo o guste a las nuevas generaciones significa que lo demás sea malo. Además que es un poco falso, ya que ha sido número 1 en más de 100 paises, y tiene el tema más visto en un solo día en la historia de Youtube… así que no se de que estás hablando.

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