Empezamos por la magdalena
El novelista francés Marcel Proust pasó buena parte del último tercio de su vida (la cual empezó y acabó en París: lo primero ocurrió el 10 de julio de 1871 y lo segundo, el 18 de noviembre de 1922) encerrado en una habitación con las paredes cubiertas de corcho, dedicado a la confección de la heptalogía (es decir, siete entregas) que tituló En busca del tiempo perdido (la escribió entre 1908 y el año de su muerte; compara eso con lo que se tarda en soltar, escupir, vomitar un tweet: da que pensar). Se le considera un renovador de la novela contemporánea. Y se le recuerda, muy mucho, por una magdalena. La magdalena de Proust.
La cosa, la magdalena, va de que puedes recordar, sin quererlo, de forma totalmente involuntaria, momentos de tu pasado, hasta incluso llegar a tu niñez, a través de los llamados “recuerdos involuntarios”. Desordenados y asociando ideas. Y, ojo, esto tiene una explicación científica, no es un flipe. Todo surge de estímulos al azar. De ahí que a uno de los personajes de Marcel Proust, el narrador de su obra Por el camino de Swann (una de las que componen En busca del tiempo perdido), cuando se come, mojado en té, un trozo de magdalena (para más datos: una variedad típica del noreste francés, la “madeleine de Commercy”) de repente su cerebro, a través de ese aroma y de ese sabor, le empieza a llevar a su infancia, a los veranos que pasó en Combray (localidad de la región, también para más datos, de la Baja Normandía, en el departamento de Calvados).
Ese aroma en Marcel Proust es igual que aquel olor en el Patrick Susking de El perfume. Mensajeros químicos externos sometiendo nuestra voluntad al imperio de los sentidos. Como cuando en la película Apocalypse Now el personaje de Robert Duvall, el teniente coronel William “Bill” Kilgore, dice: “¿Hueles eso?, ¿lo hueles, muchacho? Es napalm. Nada en el mundo huele así. ¡Qué delicia oler a napalm por la mañana! Un día bombardeamos una colina y cuando todo acabó, subí. No encontramos un solo cadáver de esos chinos de mierda. ¡Qué pestazo a gasolina quemada! Aquella gira olía a victoria”. Magdalenas que saben a infancia, colinas que olían a victoria. La adrenalina de la gloria rasgada.
Seguimos con Mary Gauthier
En el año 2002 la cantautora estadounidense de country-folk Mary Gauthier debutó en directo en Barcelona. Actuó en la sala La Boïte, ya cerrada. Puedes creerlo: provocó una conmoción. Pequeña por el número de asistentes, poco más de medio centenar, muy grande por el impacto en cada uno de ellos. Fui el promotor del concierto, que acabó elegido el número 2 en la lista de los mejores directos internacionales de aquel año en Rockdelux (solo pusieron por delante al de Youssou N’Dour en Bikini). No te daré más pistas: investiga y búscala, descubre su discografía, ya va por once títulos contando también directos y recopilaciones. Bob Dylan hizo esos deberes y la descubrió, por eso en aquel programa radiofónico online que tuvo, Theme Time Radio Hour Archive, puso la canción I Drink de Gauthier. Fue en el episodio 3, titulado “Drinking”. Cada episodio iba de un tema. Aquel, de la bebida, claro. Sonaron también en esa selección George Zimmerman And The Thrills (Ain’t Got No Money To Pay For This Drink), The Electric Flag (Wine, Wine, Wine), Loretta Lynn (Don’t Come Home A-Drinkin), Porter Wagoner (Daddy And The Wine), Charles Aznavour (I Drink), Charlie Walker (Who Will By The Wine), Betty Hall Jones (Buddy Stay Off That Wine), The Clovers (One Mint Julep)… Era un gran baúl de canciones, aquel programa.
Mary Gauthier me explicó que cuando cantaba 'Sam Stone' en aquellos tugurios primero se hacía el silencio. Y luego, las lágrimas.
El día del concierto de Mary Gauthier en Barcelona fuimos a comer al barrio de la Barceloneta. Una paella. Me contó la vida que había dejado atrás: de delincuente juvenil, de alcohólica, de rebelde con causa, de reformatorios. En sus fugas de adolescente muchas veces acababa borracha o emborrachándose, que venía a ser lo mismo, en bares frecuentados por moteros, ex combatientes del Vietnam, ex presidiarios, drogadictos, vagabundos. El bulevar de la desolación. Su ambiente.
A veces el ambiente se crispaba. Pasaba miedo. Pero tenía una llave para abrir esa puerta. Pedía una guitarra a alguien, siempre solía haber alguna en aquellos sitios. Salvo que ella ya llevase la suya. Y entonces se ponía a cantar Sam Stone, composición que John Prine, el legendario icono del country-folk que a los 73 años nos ha dejado esta semana víctima del coronavirus, incluyó en su homónimo disco de debut de 1971. Trata sobre un ex combatiente de la guerra de Vietnam con la condecoración “Purple Heart” (la que se concedía a los heridos o muertos en acto de servicio) adicto a las drogas (heroína y morfina) que fallece de sobredosis. Entre sus frases, esa que dice: “Hay un agujero en el brazo de papá donde va todo el dinero, Jesucristo murió para nada, supongo”. Fue escogida por la revista ‘Rolling Stone’ como la octava canción más triste de todos los tiempos. Mary Gauthier me explicó que cuando cantaba Sam Stone en aquellos tugurios primero se hacía el silencio. Y luego, las lágrimas. “Nunca he visto a tantos hombres duros llorando juntos”. A partir de ahí desaparecían la crispación y el miedo. “Y entonces ya me consideraban como una más de su pandilla, era una de ellos, y me respetaban”.
Y acabamos con John Prine y nuestros mayores
Sam Stone era para aquel público de desheredados de la joven Gauthier su magdalena de Proust. Aquella letra envuelta en aquella música funcionaba como el aroma y el sabor que les transportaba a momentos de su pasado, el que activaba el recuerdo involuntario que les hacía asociar ideas entre su presente y su ayer. “Las canciones de Prine son puro existencialismo proustiano. Viajes mentales del Medio Oeste hasta el enésimo grado”, comentó hace años Bob Dylan (Prine fue uno de aquellos que fueron catalogados como “nuevo Dylan” a principios de los 70). Siguiendo con el autor de Like A Rolling Stone, Bob dijo una vez que un hombre con una guitarra podía reducir a un ejército entero. Es evidente que Prine tenía munición para conseguirlo: tenía magdalenas. Rellenas de sabiduría, humor, inteligencia y humanidad. Si no lo conoces aún, investiga y descubrirás que es así. Tenía un don especial para ver la vida en términos cotidianos y entonarlo con su voz rasposa, con ingenio y calidez. “Ya sabes que los viejos árboles se vuelven más fuertes, y que los viejos ríos crecen más salvajes cada día. Las personas mayores simplemente se quedan solas, esperando a que alguien les diga ‘hola, hola’” , cantaba en Hello In There, otra pieza de su primer álbum. Contemplamos, atónitos, cómo están muriéndose muchos de nuestros mayores estas últimas semanas. Cómo a muchos se les deja morir. “Así que si vas caminando por la calle alguna vez y ves a un anciano con los ojos vacíos, por favor, no pases de largo, quédate mirándolo y como si no te importará dile ‘hola, hola’”. Su magdalena.
So if you're walking down the street sometime / And spot some hollow ancient eyes / Please don't just pass 'em by and stare / As if you didn't care, say, "Hello in there, hello"
Hello In There, John Prine
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