Aunque ya habían exhibido (de modo sui géneris) el material en el desaparecido Milano Jazz Club, la presentación oficial de reTornar (Segell Microscopi, 2023), la nueva colaboración entre Magalí Sare y Manel Fortià, especie de continuación del alabado Fang i Núvols (2020), tuvo lugar en el Centre Artesà Tradicionàrius; no podía ser en otro lugar. En el local del barrio de Gracia, la cantante y multiinstrumentista barcelonesa, estrenó Cançons i dimonis (2018), su debut discográfico. Así pues, las emociones ya estaban garantizadas de antemano y, ese singular hecho, no puso nerviosa a la excelsa pareja, proporcionando, al precioso espectáculo, un plus de calidez especial.
Deconstrucciones imaginativas
A la hora de enfrentarse a reinterpretar clásicos sólo deberían contemplarse dos posibilidades: mantenerlas tal cual (nunca resistes la comparación con el original) o descomponerlos, revolcarlos e imprimirles tu propia personalidad (si la posees, claro está). Sare y Fortiá (que van sobrados de talento) han optado por la segunda posibilidad. En este reTornar, viven, sin pelearse, el folclore latinoamericano, la canción popular catalana, menorquina o soplos de aire que llegan de Brasil y Portugal; el mar inspira, eso dicen. Esta mezcolanza que en estudio funciona de perlas, en directo se redimensiona, alcanzando majestuosidad; las percusiones (de diversa índole) utilizadas tuvieron gran parte de culpa.
Magalí intenta, casi siempre, amoldarse a la lengua propia de cada canción, actitud comprometida, pero que lleva siempre a buen puerto gracias a su innato gracejo y dominio de la pronunciación de los diferentes idiomas. No lo hizo en Tornar (versión traducida al catalán) pero sí en el legendario tango Cambalache (siempre vigente), compuesto por Enrique Santos Discépolo e inmortalizado por Carlos Gardel. En esta traslación “sambeada”, dieron rienda suelta a todas las ideas musicales que han construido, base de estas fusiones inventadas que tanta gloria les están dando. Fortiá deleita con el dominio del arco, golpea, salvajemente, su querido contrabajo y Sare le secunda con sus peculiares juguetes percutivos. Como dijo Magalí: “¿por qué no probar una pizza de sobrasada o un sushi de mango?”. Acertada pregunta relacionada con el riesgo que imprimen a sus inconfundibles sonoridades, de todos modos, y si me lo permite, la segunda opción no la probaré.
Después de esta declaración de intenciones (ya no pudimos bajarnos del embrujo del viaje) interpretaron una suite compuesta por tres temas del anterior Sang i Núvols, disco del que han agotado existencias. De él sonaron Tonada del Cabestrero (bonita intervención de Sare con la flauta travesera). Angelitos Negros (introducción a lo Bach) y la experimental Óleo, en la que la polifacética artista, volvió a demostrar que supera, con creces, la denominación de sensible cantante, sus travesuras con el contrabajo fueron buena prueba de ello.
Podemos seguir alabándola. Estuvo excelente en La meva àvia (poesía de Joan Antoni Carrau), tocando el pandero cuadrado en una Senhora do Almortão (Jose Zeca Alfonso) a ritmo de bulerías, maravilló en una arriesgadísima aproximación a La Leyenda del Tiempo de Camarón, bordó Roseret (tradicional copla de Menorca llevada a resonancias de ranchera), se superó en Barco negro, otro peligroso envite, en esta ocasión a la mítica Amália Rodrigues y ya no digamos en El Cant dels Ocells, saltándose todas los dogmas posibles. Efervescente, graciosa, encantadora y poseedora de un tremendo desparpajo se apoderó del escenario. Según confesó posteriormente, arrastraba una faringitis que la lastró. No se notó lo más mínimo.
El amigo Fortià ya nos habrá retirado la palabra después de tantos halagos hacia su compañera, nos reconciliaremos.
Manel es un fenómeno fuera y encima del escenario. Un músico superdotado capaz de extraer desde su instrumento armonías imposibles, sea acariciando las cuerdas del modo habitual (inhumano en el preámbulo de Verdad Amarga), utilizándolo cual tambor o acomodándolo sobre sus piernas como si fuera una guitarra flamenca. Por si fuera poco se coloca unos pequeños platillos metálicos en los zapatos para acabar su exhibición. El hombre orquesta y el genio de la lámpara se empequeñecen a su lado. Sus prodigios no acaban aquí. En su estancia en New York de tres años, se tropezó con un instrumento con cuatro cuerdas de poliuretano bastante gruesas llamado ukelele bass o u-bass que le ha aportado otro tipo de musicalidad. Nos enamoró con él, especialmente, en Modinha (Tom Jobim). Todo un descubrimiento.
Pasaríamos horas hablando de todo lo sucedido en el Tradicionàrius, pero nos quedamos con la perfecta química que destilan, compenetración que tiene visos de durar una eternidad. Una complicidad que llega al corazón del espectador para no partir jamás. Ellos sí lo hicieron, cantando, al compás 5/4, Guantamera por el centro de la platea del teatro. Mágicos.







Autores de este artículo

Barracuda

Òscar García
Hablo con imágenes y textos. Sigo sorprendiéndome ante propuestas musicales novedosas y aplaudo a quien tiene la valentía de llevarlas a cabo. La música es mucho más que un recurso para tapar el silencio.