Sin modestias y con desparrame
En el caso de que alguien lo dudase, Prince discography matters. Really matters. He aquí, para reconfirmarlo, por si todavía hiciera falta, que igual sí, ya que la perspectiva histórica anda de rebajas en los Amazon times, la reedición bestial aparecida de Sing O’ The Times (se publicó el 25 de septiembre del recién acabado 2020 y saborearla pide su tiempo: qué prisa hay). Fue el 30 de marzo de 1987 cuando la edición original vio la luz, era el noveno disco de estudio del músico de Minneapolis y el segundo que publicaba en formato doble. Su reedición va bastante más allá: son ocho compactos o trece vinilos más un DVD que suman casi diez horas de música y a través de 63 pistas (45 de ellas, oficialmente inéditas) resumen aquel mastodóntico proceso.
Describamos el escenario del crimen y sus porqués: Sign O’ The Times solo pretendía, sin modestía y con desparrame, postularse como un impactante sucesor de Parade (1986) que fuera bautizado como una obra de manifiesta intensidad y extrañamente nueva. Una apuesta que, paseándose como un perro en libertad bajo un sol recién salido, certificase la leyenda de Prince y le coronase como rey de la década de los ochenta. Nada más y nada menos. Esto me dice un melómano que sabe de qué habla: “Está muy bien esta reedición, con el añadido de que parece que no te la acabas. Qué frenesí y despliegue. Si este lanzamiento no hubiera sido publicado o grabado anteriormente, sería de calle mi disco favorito (de novedades) de 2020”.
Dudó, dudó y dudó
Una muy atrevida iniciativa la de nuestro hombre, Prince Rogers Nelson, que, a pesar de encontrarse en su cénit creativo, o tal vez precisamente por ello, no sabía en realidad hacia dónde dirigirla, desbordado de sí mismo como andaba: primero, dudó si aquellas canciones iban a acabar siendo Dream Factory, el último álbum que sacaría con su banda de los últimos años, The Revolution (la disolvió en octubre de 1986); después, dudó si formarían parte del primer lanzamiento de Camille, un experimento de funk algo descerebrado en el que mostraría un álter ego andrógino; y en tercer lugar, dudó si aquello se convertiría en un triple LP titulado Crystal Ball, tan lleno de desmesura (y con voluntad de ópera funk-rock) que Warner Records rechazó publicarlo por ser muy caro y, digámoslo así, de manera elegante, saturador.
A la cuarta fue la vencida: sería Sign O’ The Times (que, en un principio, Prince pretendió que incluyese veintidós temas, aunque tuvo que dejarlo en dieciséis por presiones, de nuevo, de Warner Records: de esos polvos vinieron luego los lodos de su conflicto en los años noventa con su sello).
Tsunami y manicomio
Finalmente, decíamos, treinta y cinco años después de su primer cigoto, se ha publicado la versión ampliada de casi todo lo que Prince parió entre mediados de 1985 y principios de 1987. Lo que tenemos es, junto al disco de entonces, sus singles asociados y sus caras B, dos conciertos fechados en 1987 (uno, en un estadio holandés; el otro, en una Nochevieja en su estudio de Paisley Park) y, de remate, un muy sabroso surtido de material inédito extraído de su archivo, tanto versiones primerizas o alternativas de canciones suyas con las que estamos familiarizados si conocemos su discografía como docenas de otras que oficialmente no habían visto la luz.
Fue un período de creatividad delirante. Un artista dándolo todo en modo non-stop, a canción por día. Un tsunami de ideas que se nos aparece ahora como la sucursal musical de un manicomio, con una velocidad de suministrar sonidos por encima de la que podía asumir el mercado. Pues también era la velocidad de producirlos que su autor no podía parar. Sin cortapisas de géneros: fértil hasta el paroxismo, se movía lenguaraz por la multiplicidad de estilos, con composiciones disparejas entre sí, atrapado por un frenesí, enajenado por su grandiosidad, entre el demasié y el demasiado.
Disfrute descubridor, a tutiplén
Prince estaba sin freno en aquel momento. También ante su sentido del drama; sirva de ejemplo que hay cuatro canciones en esta reedición que beben directamente, y a morro, de la fuente de su relación con la vocalista y colaboradora suya Susannah Melvoin (una de ellas, Forever In My Life, logró entrar en la secuencia final del disco).
Más ausencia de freno: en paralelo a sus giras y a las fantasías que le redirigían hacia proyectos cinematográficos, también compuso para artistas a quienes admiraba (léanse Miles Davis, Joni Mitchell o Bonnie Raitt), aunque luego no colaran sus propuestas, por uno u otro motivo. Aquí pueden degustarse algunas: las dos de Davis son Can I Play With U? –con Miles en el estudio; la compuso para que la incluyera en su disco Tutu– y, en el DVD, It’s Gonna Be A Beautiful Night Medley –la única colaboración en un escenario entre ambos, del citado concierto de la Nochevieja de 1987–; la de Mitchell es el pop-funk de Emotional Pump (tal vez a ella no le gustó esa letra que decía: «Te quiero, pero no sexualmente, sino en la manera que una madre quiere a un hijo”); y para Raitt, un par, el reggae de There’s Something I Like About Being Your Fool y la regañosa Promise To Be True.
Al margen de estos disfrutes, ahí están revelaciones como Cosmic Day, una gran idea que tuvo en 1979, como antesala, base y lanzadera de la arrebatadora I Could Never Take The Place Of Your Man. Y como esa, muchas. Sí, una reedición que parece que no te la acabas. La hostia.
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