No todo el mundo puede decir que ha hecho un concierto en el Palau de la Música con tan sólo 24 años. Es jueves 1 de marzo, son casi las nueve y media de la noche y la Sala de Conciertos está llena. Tampoco es de extrañar: la de hoy es una noche excepcional. Los asistentes esperan la llegada de Rosalía y de Raül Fernández, más conocido como Refree. Hoy hacen uno de los últimos conciertos en Barcelona de la gira por su trabajo debut, Los ángeles (Universal, 2017), en el marco del Guitar Fest. Y, si bien ya hemos hablado de ellos en otras ocasiones (el de Luz de Gas ha sido para nosotros el mejor concierto de 2017) no queríamos perder la ocasión de hacerlo en semejantes condiciones.
Las luces se apagan al fin, el escenario se ilumina de rojo y aparece una humareda que recubre todo su suelo. A medida que el humo va apoderándose del espacio, la luz muda hacia un tono más anaranjado. De repente, aparecen. Él, Refree, vestido de negro y gris. Ella, Rosalía, con su larga cabellera morena detrás de los hombros y un vestido blanco, largo, con lentejuelas bordadas.
Ya sentados cada uno en una silla, en el centro del escenario, Refree rasga las cuerdas de su guitarra y forma los primeros acordes de Si tú supieras compañero. Rosalía empieza a dar palmas. Mientras repite el movimiento, marcando el ritmo de la canción, sus manos ascienden hacia su cabeza de una forma extremadamente estudiada. Ondeando al ritmo de la guitarra y del movimiento que requieren las palmas, suben formando ligeras eses, como si fueran el cuerpo de una serpiente.
De repente, vuelvo atrás en el tiempo. Recuerdo Máquinas de vivir, la nueva exposición de La Virreina en la que he estado curioseando. En la pared blanca y austera de una de sus salas, cuelgan una serie de fotografías en blanco y negro. Todas ellas parecen tener un mismo punto común: las manos son siempre sus protagonistas. Rasgan y pinzan las cuerdas de la guitarra. La sujetan. Dan palmas, y serpentean, aunque congeladas en el papel, por encima de las cabezas. Como las de Rosalía.
Sus dedos chasquean en el aire a ratos. En ocasiones, las palmas toman el relevo para marcar el ritmo. A cada movimiento, sus uñas de gel reflejan un destello plateado. Parece tener estrellas fugaces en la punta de los dedos. Y cuando canta, sus manos parecen unirse a su voz. Asentada en su silla, la cantaora entona Aunque es de noche, el tema de Enrique Morente que ha versionado con su compañero. Su voz parece llenar la inmensidad del Palau con una facilidad increíble. Cabe destacar que la Sala de Conciertos no es especialmente pequeña: puede contener hasta 2.015 personas. Sin embargo, Rosalía consigue hacerla diminuta, íntima. Mudo, absorto, el público escucha la prodigiosa y delicada voz de la artista, que termina la canción bajando el volumen de la canción hasta que esta ya no se oye.
En una pantalla, ubicada en otra sala de la exposición, brilla intensamente una esfera luminosa naranja. El resto está negro. De repente, las sombras de dos manos se proyectan sobre el círculo. El plano se va abriendo, y aparece la silueta negra de una cabeza. Luego, un cuello. Dos hombros. Un cuerpo negro baila flamenco en la sala. En la oscuridad, unos focos hacen visible la silueta del hombre con un fino hilo de luz blanca. El espacio se ilumina con una luz anaranjada y la silueta cobra nombre y apellido: es Mario Maya, el bailarín de flamenco. Dos otras siluetas masculinas hacen su aparición, y le agarran, cada una, un brazo a Mario. Privado de sus manos para expresarse, a Mario sólo le quedan las piernas, y su expresión facial, para transmitir al público esa angustia, ese drama interno que le provoca el hecho de estar privado de su libertad.
Rosalía también evoca la tragedia de la muerte, el tema principal de su disco, a través de sus expresiones. Para cantar la muerte de una forma que emocione el público, la cantaora la siente en sus carnes, y transforma el texto que canta en una realidad palpable, visible, experimentable. En el escenario hace tiempo que las luces anaranjadas se han apagado. En su lugar, unos focos de un blanco nuclear iluminan a los dos artistas. Rosalía parece estar a punto de estallar a llorar mientras canta Catalina. “Manito de mi corazón que bien tú sabrás que me estoy muriendo”, recita con una expresión que parece evocar, a la vez, la tristeza de una despedida y el miedo a encontrarse con la muerte. Su voz se rompe mientras elabora el testamento gitano, como si sollozara de impotencia ante la situación. El drama se hace palpable entre el público, y se materializa en piel de gallina, escalofríos, algunos que otros ojos llorosos.
Canción tras canción, la emoción va creciendo. Los personajes de las canciones cobran vida a través de la voz de la artista, de sus gestos y expresiones, y las emociones que estos despiertan en las personas. Nace un sentimiento colectivo de pena por Juan Simón, que ha tenido que enterrar a su hija él mismo. Hay en el ambiente una nostalgia profunda por la Cuba que conoció el protagonista de Te venero, y por aquella mujer que él tanto quiso.
Al salir de la sala, siento en mi corazón un amalgama de sentimientos y emociones que nunca creería capaces de vivir simultáneamente en mí. ¿Dónde reside la magia de la música de Rosalía, esa capacidad de provocar todas esas sensaciones? La pregunta me viene a la cabeza de camino a casa, y reflexiono durante un trecho en ello. Si he de ser sincera, no sabría muy bien qué responder… Quizás una parte provenga de la magia que tiene el flamenco: la de compartir las tragedias de la vida de una forma solemne, elegante, pero sentida y, por tanto, real.




Autores de este artículo
Marina Montaner

Sergi Moro
Desde que era un crío recuerdo tener una cámara siempre cerca. Hace unos años lo compagino con la música y no puedo evitar fotografiar todo lo que se mueve encima de un escenario. Así que allí me encontraréis, en las primeras filas.