Ha sido, durante años, un esfuerzo vano. He indagado en las grietas entre mis órganos, en los rincones oscuros de mi estómago. Me he recorrido entero, inmerso en esa búsqueda frustrante, en ese estéril intento de dar caza a los motivos por los que la música de Bruce Springsteen consigue cautivarme hasta el llanto, por los que su campo creativo logra penetrar mis máscaras sin el mínimo esfuerzo. No lo he conseguido, igual que no he sido capaz de hallar las palabras exactas que logren definir las emociones más fuertes que me han asaltado a lo largo de mi vida. El lenguaje, arma bailarina y flexible, sigue practicando el ocultismo en lo que a mí respecta: no me sirve de nada cuando quiero hablar de amor. Pienso, pues, que el amor está en lo físico: que late en los sentidos. En la caricia de una mano sobre la piel erizada. En la visión del viento; en el olor de la infancia. En el sonido de la música de Bruce Springsteen.
He aquí un intento vano más, un esfuerzo exhaustivo por trazar esa aproximación entre el amor y la palabra. Aquí es el propio Springsteen quien lo intenta, resguardado por las paredes del Teatro Walter Kerr, en el corazón neoyorquino. Springsteen on Broadway fue un espectáculo teatral y ahora es una película -más un artefacto televisivo que cinematográfico- y un álbum de canciones en directo. Ante todo, recoge el testigo de la autobiografía Born to run como ejercicio analítico desde lo afectivo. Este señor, este artista inmenso, este humano herido, se presenta ante su legión de seguidores con los ojos poblados de lágrimas y cuenta la historia de su vida. O lo que es lo mismo: rebusca en los motivos por los que su música nos alcanza a todos, nos perfora y nos deja tendidos, anhelantes, poseídos por ese sonido que es el mismo de los amores pasados.
Luces bajas, una guitarra y un piano. Con esa compañía se presenta Springsteen sobre las tablas, siempre lejos de ser la prototípica estrella de deriva celestial. Es muy poco probable que Bruce llegue a ser mistificado jamás, aun después de su propia muerte. Sería extraño, pues su música habla mucho de la tierra y muy poco de los cielos lejanos. Su música es, como él mismo se encarga de resaltar una y otra vez, un trágico esfuerzo vacío por conectar su persona con la que su padre fue. La discografía de Bruce Springsteen es una batalla perpetua por lograr vías respiratorias salubres en la relación entre él y su padre, hijos ambos de tiempos distintos, siempre distantes, siempre ligados por la sangre y la insatisfacción.
En Springsteen on Broadway, Bruce arranca confesándose: “soy un impostor”, afirma. “He escrito sobre fábricas, y nunca en mi vida he pisado una. He escrito sobre la clase obrera, y nunca he trabajado cinco días a la semana. Jamás he tenido un horario. Hablo sobre sueños imposibles de cumplir, y yo he cumplido la mayor parte de los míos”, prosigue. Pero, ¡ah! Ocurre algo fascinante: su música habla más sobre aquellos que lo escuchan que sobre sí mismo y, al mismo tiempo, lo retrotrae hacia su ‘yo primario’, hacia aquel jovencito de Freehold, Nueva Jersey, que soñaba con atravesar la Ruta 66 con el amor de su vida y alcanzar así la libertad.
No sé si el apego que sentimos hacia canciones como Born to run, Racing in the street, Thunder road, Jungleland, The river o Drive all night se debe a un elemento generacional o si sencillamente apela a lo humano de nuestra condición. La única certeza que poseo es la de su efecto transformador. E intuyo que este efecto responde, en última instancia, a que el oyente es capaz de percibir, sin espacio para las grietas de la duda, un remanso de honestidad al otro lado.
Nos gusta Bruce Springsteen porque es sincero. Lo que hace él es girar la perspectiva: no busca, con las palabras, sublimar lo sensorial; trata, de hecho, de retroceder hacia los sentidos a través del verbo. Cuando habla del vestido de Mary bailando en el viento, cuesta poco dibujar ese haz de luz que atraviesa las cortinas en las mañanas de verano. Cuando dice que los recuerdos llegan ahora para perseguirlo como una maldición, una punzada aguda se incrusta en nuestro pecho. Y nos duele. Es algo físico, tangible. Es algo que no necesitamos explicar.
Imagen de portada © Rob DeMartin
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