Vetusta Morla es una banda que ya desde su infancia –aquel Un día en el mundo, debut triunfal cuyo 15 aniversario está a la vuelta de la esquina– parecía encajar perfectamente con la idea del espectáculo grandioso, de los recintos gigantescos llenos, de la marabunta de gente coreando al unísono sus muchos himnos emotivos y catárticos.
Como era natural, llegar a ese sitio no les costó un gran tiempo, llenando el Palacio de los Deportes de Madrid por primera vez en 2015 (concierto documentado en su disco 1515) y repitiendo gesta a cada posterior gira hasta llegar así el pasado sábado a un Palau Sant Jordi que no colgó el cartel de sold out pero que sí congregó a todo un mar de fans en patio y gradas. Y bien, una vez llegados a su estado culmen como banda, ¿qué hacer?, ¿hacia dónde ir?
Despliegues de asombro
Una opción socorrida en casos como el de la banda de Tres Cantos es el de ir a impresionar al público desde el minuto 1, con todos los medios posibles, con toda la parafernalia tecnológica que puedas incluir en tu discurso sin ahogarlo. Sobre una serie de pantallas que abarcaban todo el escenario y situados tras un telón de luces LED, Vetusta Morla dio pistoletazo al concierto con las tres primeras canciones de Cable a Tierra, disco que, con la excepción de un tema, tocaron al completo.
Canción tras canción, un nuevo truco o motivo visual se desplegaba: conos de luz que subían hasta el tope del escenario, faroles de color azul, animaciones, toda una serie de efectos superpuestos a la retransmisión de las pantallas para que hasta los más alejados de las primeras filas tuvieran una experiencia que llevarse a casa.
Regreso a las raíces
Cuando esto, sin embargo, no se siente suficiente –más para el grupo que para los asistentes, da la impresión– se puede optar por incorporar un elemento hasta ahora extraño en tu música para dar nuevos resultados. Aquí es donde la Orquesta Cable a Tierra entró a colación: una agrupación de músicos, cantantes y poetas de entre Galicia y Palencia encargados de dar un toque folclórico, “de raíces”, al espectáculo, tomando el protagonismo durante varios de los interludios e insuflando aire nuevo a parte del repertorio de la banda. Que ese repertorio realmente lo necesitara es ya otra cuestión.
Entre todo esto, Pucho, como de costumbre, danzando incontenible y frenético, entregado totalmente a la energía del ambiente e interpretando cada canción con una convicción y arrojo que a cualquiera que no los hubiera visto actuar con antelación le sorprendería; una fuerza de la naturaleza que no por conocida es menos espectacular. Todo esto también, con pequeñas variaciones sobre la norma: compartiendo dueto en Maldita dulzura con una de las cantantes de la orquesta, improvisando un pequeño “to be or not to be” en mitad de una canción o finalizando Sálvese quien pueda exclamando “y los fascistas fuera”.
De entre todos los “rituales mágicos”, como los denominó Pucho, empleados a lo largo del concierto, el que se mantuvo sin cambiar una nota es el de la última canción. Tras unos versos de despedida del poeta Héctor Castrillejo, las primeras notas de piano dieron comienzo al movimiento final, el de Los días raros, una canción, más que ninguna otra en la discografía del grupo, destinada a ser vivida así, compartiendo con otros 15.000 desconocidos un estremecimiento único.
Al final de su último álbum Pucho clamaba, en clara autorreferencia, “que a tu banda favorita aún le queden muchos años y que su mejor canción aún esté por venir”. Solo el tiempo dirá si esta profecía acabará cumpliéndose en su caso, si acabarán por escribir algo que supere a Copenhague, Cuarteles de invierno o Saharabbey Road y así seguir creando nuevos ritos que compartir con el público.








Autores de este artículo

Miguel Lomana

Montse Melero
Hacer fotos es la única cosa que me permite estar atenta durante más de diez minutos seguidos. Busco emoción, luces, color, reflejos, sombras, a ti en primera fila... soy como un gato negro, te costará distinguirme y también doy un poco menos de mala suerte.