A veces, en mis días menos lúcidos o más difusos, todavía me permito sentarme en la parte delantera de mi jardín, desde donde se divisa toda la carretera que recorre nuestro pueblo, que termina en una especie de portal hacia la nada y hacia todo lo demás. Allí, sin pensarlo demasiado, vuelvo a recaer y a revolverme en el lodo de mis recuerdos, aquellos en los que todavía soñaba con coger a Mary de la mano, subirnos en mi coche y lanzarnos por esa larga carretera con las ventanas abiertas y su vestido ondeando en el viento.
Después vuelvo a casa, donde las cosas no han cambiado nada desde que tengo uso de razón. Vivimos en un pequeño mundo en el que todo se mantiene siempre igual, donde no hay lugar para correr por las calles sin pensar en nada. En este mundo es obligatorio tener consciencia de dónde estás antes de que todo te arrase. A nosotros, de hecho, todo nos arrasó. Conocí a Mary en el instituto, y siempre solíamos soñar con ser libres, con llegar todo lo alto que nos permitiese el sentimiento que nos unía. Teníamos 17 años y éramos invencibles en medio de todo esto, de todas estas historias llenas de derrotas y de frustraciones.
Nos encantaba hablar sobre abandonar el pueblo y viajar a alguna parte donde nuestras aspiraciones pudiesen convertirse en realidad, algún lugar lejos del olor a gasolina y humo, subiendo por la Costa Este o atravesando el país para convertirnos en estrellas de cine o del rock. Mientras tanto, mis amigos del bloque, los del siguiente y los que pertenecían al pequeño ghetto negro de la manzana vecina no paraban de decirme que bueno, ya sabes, que no ella no era tampoco ninguna belleza, y yo siempre les contestaba que qué iban a saber ellos de belleza cuando, habiendo nacido aquí, ninguno de nosotros había tenido la oportunidad de contemplarla jamás. Mary y yo siempre imaginábamos que ella era la Reina de Arkansas y yo dominaba todo el medio oeste, y que juntos lo conquistaríamos todo.
Pero al final vino la vida y Mary se quedó embarazada y tuve que lanzarme a buscarme a mí mismo. Me dieron un trabajo en la fábrica del pueblo con el que al menos podría mantener a la pequeña familia accidental que había creado, y la sensación general era siempre la misma, la de estar obligado a estar satisfecho porque ya se sabe, son malos tiempos, las cosas son difíciles, es importante saber conformarse y no lanzarse a pedir más de lo que se puede tener, especialmente cuando sostienes un palacio de porcelana sobre tus hombros. En eso consiste hacerse mayor.
Así que, con los años como cura para dos corazones otrora hambrientos y habitantes de estas malas tierras recogidas a este lado de la carretera, todos esos recuerdos llegan a veces para perseguirme como una maldición. Hace tiempo que Mary y yo somos espíritus nocturnos, hace décadas que su vestido no baila y que todas las puertas hacia nuestros sueños se cerraron de golpe, levantando un potente oleaje de arena que ya impide ver el final de la autopista, haciendo que, aquí y ahora, solo exista lo que se encuentra a este lado, en el lado de la realidad, de las facturas, de las raíces que te sujetan al suelo.
Y aunque sé que no conviene recrearse en los sueños, de vez en cuando sigo volviendo atrás, al tiempo en el que me sentía eterno contemplando la impotencia de todos aquellos que la anhelaban y no podían tocarla porque ella quería estar a mi lado igual que yo quería estar al suyo. Al tiempo en el que le decía que se atreviese, que todo iría bien si conducíamos lo suficientemente rápido para que el tiempo no fuese capaz de alcanzarnos. Por aquel entonces habría escrito en la arena mil veces que Mary y yo habíamos nacido para correr, pero lo cierto es que solo habíamos nacido en América, la América del sudor y los sueños de cartón piedra.
Así que, entre todo este ir y venir de mis deseos por regresar al momento en que éramos inmortales, me revuelvo en medio de mis discos de Roy Orbison y pienso, aterrado, que quizá ya no somos tan jóvenes para viajar tan lejos de nosotros mismos. Y me pregunto, abatido, si un sueño se convierte en una mentira en caso de no hacerse realidad, o si quizá se convierte en algo peor.
Imagen de portada © Marina Leiva
Autores de este artículo
Adrián Viéitez
Marina Leiva
Polifacética por precariedad. Obsesionada, siempre, con la literatura incendiaria. Dibujo cuando pienso. O, quizás, pienso cuando dibujo. De eso no estoy segura. No hago puenting ni escalada. Soy más de bici, libro y gazpacho.