A pesar de las excelentes críticas recibidas, el primer contacto con Tercer cielo (Universal, 2022) me dejó bastante frío, sensación en el fondo agradable debido al abrasante calor que nos acompaña este mes de julio. Bromas aparte, este abrazo entre el flamenco y la electrónica, proyectado por la cantaora onubense Rocío Márquez y el temerario productor jerezano Santiago Gonzalo, alias Bronquio, ofrece tantas esperanzas como dudas. Ya no se trata de apuntarse a la ortodoxia extrema sino del vicio de aplaudir, a la ligera, cualquier cosa que se aleje de lo mínimamente convencional.
El respeto hacia estos dos artistas, punteros en sus campos respectivos, debería ser forzoso. Otra cosa, bien distinta, es clasificarlo de sublime o hacer comparaciones odiosas que no les benefician en nada. De Omega sólo habrá uno en la historia y fue obra de Enrique Morente. Genio irrepetible quien aparece sampleado en el disco al igual que Caracol. Quizá Rocío y Santiago sí saben el terreno que pisan, los aduladores desmesurados puede que no.
No es la primera vez, ni será la última, que el flamenco quiere salir de un supuesto atolladero y reinventarse, maniobra, a menudo, innecesaria. Lo que hizo Camarón con La leyenda del tiempo y el citado Morente es harina de otro costal. En el fondo se trataba de una evolución lógica contraria a la impostura. En el universo de la hondura, el sentimiento no se fabrica, o sale libre o mejor no generarlo. Demasiado tiempo gastado para, posteriormente, volver al punto de partida.
En cualquier caso, la propuesta es lo suficientemente tentadora e incluso morbosa para dedicarle tiempo y escrutarla con detenimiento y rigurosidad. Voces sabias nos habían avisado de que su traslación al directo aportaba elementos que se perdían en una grabación que, en mi modesta opinión, abusa de la oscuridad y se muestra más nimia de lo que aparenta; las multinacionales obran proezas.
Elegancia escénica y contrastes
Nuestro ilustrado soplón (llamémosle Señor G) tenía razón: con la elegante puesta en escena (que variará según las condiciones del recinto) y la magnética presencia de Rocío, la cosa cambia, pero musicalmente no acaba de coger el tono adecuado y se estrella con la confusión.
El inicio impacta: la cantaora (únicamente vestida con una media estampada) se arrastra, cual reptil, cruzando de punta a punta el escenario. Por el camino irá entonando la canción milonga que inaugura el disco: Paraíso. Cuántos cuerpos por venir. “Si me levantas el pelo verás mi frente marcá por la navaja del tiempo”. Antes de continuar con Exprimelimones (bulerías escondidas tras los sonidos pregrabados por Bronquio), Márquez ya se había cubierto el cuerpo con un capote de color ocre, movimiento bello y discreto.
En un espectáculo conceptual, poco apto para los aplausos entre tema y tema (los hubo y desaforados) encontramos relámpagos estéticos brillantes, todos protagonizados por la onubense, cuyo gracejo se zampó, sin remisión, al desaliñado productor. Para muchos en este contraste radica la gracia del juego, uno lo encuentra postizo y deshumanizado. Los choques culturales pueden crear prodigios, aunque también importantes deslices. Lanzar sonidos, claramente “urbanos”, como los de la instrumental El Mengue y La zarabanda casándolos, a los pocos segundos, con la intensa seguiriya La piel#2 pasma, sin duda, no obstante, el descontrol fue notable, descolocándolo todo. Aquí la supuesta hermandad saltó por los aires.
Rocío Márquez afinó bien, encajando su cante con las grabaciones de modo casi perfecto, sin que se notaran los empalmes, tarea nada sencilla. Se encaramó a la mesa de mezclas entonando Un ala rota, bordó Droga cara “Voy a parirme a mí misma” y traspasó la cortina de atrezzo para envolverse con ella, transformándose en la Virgen de Fátima.
El Tercer cielo es ella, motivo suficiente para subirse a él. A pesar de estas bondades (las únicas) su actuación, neutralizada por la maquinaria, fue bastante inferior a la que tuvo lugar hace tres años en L’Auditori, durante la presentación del álbum Visto en el jueves (2019). La pureza me vence, es inevitable.
Falta de espontaneidad
Sería de necios criticar el atrevimiento, en él se sustenta alguno de los mejores hallazgos de la historia de la música. De todos modos, en esta búsqueda de caminos poco explorados (escuchen el New Hondo de El Turronero, 1980) la osadía parece algo tramposa. Los hallazgos visuales (Rocío apareciendo como una sombra desde el fondo mientras suena la voz de Enrique Morente) son de nota, pero resultan tan milimétricos que no hay lugar para la improvisación (algún desmán fútil del jerezano y poco más) y la frialdad se apodera del sentimiento.
Nos preguntamos, sin ánimo de importunar, cuánta autenticidad existe en esta aventura, si realmente rompe moldes o cuánto durará el sonido de las guitarras “autotuneadas” en la memoria del pueblo.
Sinceramente me cuesta responder a esta cuestión de inmediato. Conteniendo cosas que no cuadran, este salto mortal debe ser estudiado meticulosamente.
Los que ya tienen la respuesta son los espectadores que abarrotaron la Sala Paral·lel 62 (ex BARTS) y les despidieron puestos en pie con una furor pocas veces contemplado.
El fenómeno existe. ¿Será oro todo lo que reluce? El tiempo lo aclarará.
Autores de este artículo
Barracuda
Dani Alvarez
Bolerista y fotógrafo. Como fotógrafo, especializado en fotografía de espectáculos. Dentro de la fotografía de espectáculos, especializado en jazz. Dentro del jazz, especializado en músicos que piensan. Trabajo poco, la verdad.