El 55 Voll-Damm Festival de Jazz de Barcelona ha empezado a coger carrerilla y pasados el prólogo con Woody Allen y el exquisito concierto protagonizado por el fabuloso Kenny Barron en el Conservatori del Liceu, llegaba uno de los platos fuertes del certamen. Las actuaciones de Chucho Valdés, Medalla de oro y Padrino oficial del Festival, siempre son acogidas con sumo interés, tanto por el público seguidor del insigne pianista cubano como por la propia organización. En esta ocasión el atractivo de su presencia se potenciaba por varias razones: Chucho presentaba títulos, que, teóricamente, estarán presentes en el próximo disco, y lo hacía con el Royal Quartet una de sus agrupaciones predilectas, aunque renovada.
No actuaba con este formato, en Barcelona, desde 2005 y además lo concibió en exclusiva (no tocó en ningún otro lugar de la península) para uno de sus eventos preferidos. Con la cubanía por bandera, pero añadiéndole toques de modernidad, el maestro, nacido en Quivicán, iba a estar acompañado, en el Teatre Tívoli por una banda de campanillas, que incluía tres generaciones: el gran Horacio “El Negro” Hernández (batería), José Armando Gola (bajo) y el joven, Roberto Vizcaíno (percusión).
Fusión con poca confusión
Teniendo como base esencial los sonidos afrocubanos, Chucho Valdés ha forjado, a lo largo de sus 65 años de carrera, un estilo inconfundible en el que ha logrado aglutinar su principal herencia sonora con géneros, en apariencia distantes, como el jazz, el blues e incluso el tango y la música clásica. Esta mezcolanza que, en ciertos casos, se asemeja a un batiburrillo sin orden ni concierto, en el suyo alcanza cotas de indiscutible seriedad, gracias a una educación musical extraordinaria (Bebo en la Gloria). Cierto es que, a veces, ese impulso, casi infalible, le ocasiona algún desliz, como sucedió en la discutible Mozart A La Cubana (pieza que grabó junto a Paquito D’Rivera). De todos modos, imaginarse a Wolfgang Amadeus en una playa de La Habana bebiendo ron y fumándose un puro (introducción al tema del pianista) tiene su gracia. Así que quedémonos con el chiste y el buen hacer de los percusionistas en parte del invento. El resto de las composiciones, incluido el Preludio n. 4 de Frédéric Chopin (exquisita ejecución en solitario) rayaron a una altura notable.
Libertad de movimientos
Todavía no sabemos, exactamente, en lo que consistirá su nuevo álbum (no nos dio ninguna pista precisa), pero lo que sí quedó patente desde el inicio, con la composición Son 21, es que, al menos en la noche del Tívoli, no iba a ceñirse a largas suites tipo Batá, Border-Free o a cualquier obra conceptual. Su intención era la de ofrecer, a su peculiar modo, un paseo por algunos de los ritmos de ascendencia cubana más conocidos. Ese cambio propició un discurso más melódico que fluyó con gran naturalidad.
Con los dedos calentados después del primer son (siguen igual de ágiles), acometió La conga danza que nos llevó a rememorar a Los Lecuona Cuban Boys, aunque salpicados con otra serie de elementos como el blues y en el que volvió a dejar claro esa tendencia, tan suya, de aplicar los elementos percutivos del piano con fuerza, incluso superando a los de cuerda; recuerden que es un instrumento de cuerda percutiva, valga la redundancia. Un loco crescendo de batería y congas africanas cerró la descarga.
Poco o casi nada se ha tratado a la música campesina cubana, Chucho la recuperó con Punto cubano, aunque, para no variar, incluyó enérgicos toques funk-blues que bordó, con el bajo eléctrico, José Armando Gola, espléndido toda la noche, también con el contrabajo.
En los 60’s no se utilizaba el compás 7/4. Criticado en esa época, más tarde acabó utilizándolo todo el mundo. Valdés quiso reivindicar esa opción, de la que fue pionero, con Pon la clave. Quizá, en el arranque, tomó demasiado protagonismo, obsequiándonos con otro de esos soliloquios inacabables que practica. Terminado el, inevitable, desahogo, fueron sus acompañantes los que tomarían el liderazgo en otra demostración de virtuosismo que enloqueció al público, pero que musicalmente aportó poco. En ese sentido, fue valeroso el solo de Vizcaíno en otra brava conga, aunque, nuevamente, pecaron por desproporción: perder 15 minutos en una exhibición baldía de contenido, rompió la simetría del espectáculo.
Mucho mejor resultó el clásico danzón El son de almendra, dónde resaltaron la sutileza e improvisaciones en las que aparecieron Watermelon Man, Birdland o Rhapsody in blue, guiños marca de la casa; Gola repitió excelencia utilizando el contrabajo.
Antes de homenajear a Chopin (esperando que no se disgustara allí donde estuviera), lo hizo con su amigo Chick Corea, de quien interpretó Armando’s Rhumba, con otro alarde del señor Gola. No nos olvidamos de “El Negro” Hernández, que estuvo inmenso durante toda la intensa velada y sin pegar cachiporrazos a la batería; casi un milagro.
Para la propina, escogió Lorena’s Tango, un tango-timba-blues, dedicado a su mujer Lorena Salcedo, que sorprendió por su finura y una parte de intenso blues fabulosa. Lo mejor llegó en la despedida.
Si no se equivoca la calculadora cerebral, Chucho Valdés ha tocado en el festival en más de 15 ocasiones y con diversos combos. Como comprenderán, uno sólo ha podido asistir a tres o cuatro. Prometo ante el piano de cola, que la del 17 de octubre de 2023 ha sido, exceptuando lo de Mozart, la mejor que he presenciado. A menudo, la pequeña dimensión fulmina a la grandilocuencia.
A Chucho se le vio liberado, radiante, y ese bienestar se contagió a todo el teatro que le ovacionó, puesto en pie, de manera atronadora.
Con 82 años en las espaldas, no se sabe que te puede deparar el futuro próximo. Sin embargo, este incansable dominador de teclas, tiene pinta de tener cuerda para bastante rato. Lo deseamos.
Autores de este artículo
Barracuda
Òscar García
Hablo con imágenes y textos. Sigo sorprendiéndome ante propuestas musicales novedosas y aplaudo a quien tiene la valentía de llevarlas a cabo. La música es mucho más que un recurso para tapar el silencio.