La vida es una cosa que transpira. Cuando deja de hacerlo, se transfigura y se convierte en muerte. Y en su transpiración existe algo de proceso evolutivo, de variabilidad constante. Sus modificaciones reiteradas son lo que permite a la vida seguir siéndolo, arrancarse las pieles de lo que yace sobre sus hombros y respirar. Como el arte y la vida resultan no ser cosas tan distantes, la lógica indica que un buen artista debe, para sostenerse a lo largo del tiempo inclemente, saber reinventarse. O simplemente debe saber crecer.
Los Arctic Monkeys nacieron hace ya 16 años en la localidad inglesa de Sheffield. Entonces, Alex Turner y Jamie Cook no eran más que dos adolescentes apasionados por el rock. Apasionados, como confiesa el arranque de su último disco, que acaba de aterrizar en nuestras vidas, por la música de The Strokes. Matt Helders se les sumó a la batería y Andy Nicholson hizo lo propio al bajo (unos años después, durante la grabación de Whatever people say I am, that’s what I’m not, este último sería reemplazado por Nick O’Malley para conformar el cuarteto actual).
Y lo cierto es que no les hizo falta más. El simple hecho de ser unos adolescentes enrabietados les sirvió para crear el disco arriba citado, de interminable nombre e insondable eco en la música posterior. Sus canciones: un alarido de furia. El sonido quebrado de la voz de Turner, la crudeza de las guitarras y las baterías de I bet you look good on the dancefloor o Dancing shoes y el innegable magnetismo de Mardy bum o A certain romance los catapultaron, con menos de 20 años, un estrellato del que ya no volverían a sanarse.
Es importante entender por qué el primer álbum de los Arctic Monkeys supuso una ruptura con la tradición musical británica del incipiente siglo XXI. Con los ecos del britpop todavía resonando en los lóbulos de las orejas del país, estos chiquillos fueron capaces de sacudírselo todo de encima y retomar el testigo que, décadas atrás, su país había entregado a la música estadounidense. El Whatever people say… fue un latigazo de sangre fresca, un portazo al universo sonrosado que se cernía sobre el panorama musical británico. Insisto: escuchad el riff de guitarra que abre A certain romance. No hace falta mucho más para darse cuenta de que esos chicos habían llegado para seducirnos terriblemente.
Afortunadamente, lo que vino después no fue un disco idéntico al anterior. Habría sido una estupidez haber intentado copiar la estrategia que tan eficazmente los habían colocado en el mapa, y lo que los Arctic Monkeys hicieron (con el liderazgo de Turner bien asentado) fue crecer. Y así estamparon Favourite worst nightmare en la cara del planeta. Un tornado sofisticado, una locura transitable, la desproporción de Brianstorm conjugada con el frenesí de Teddy picker y el delirio de Fluorescent adolescent. Y, para terminar, una premonición: el irresistible ejercicio erótico que resulta ser 505, una canción que no pudo encontrar su contexto hasta dos años después.
Entonces llegó Humbug. De nuevo, una propulsión dimensional. Turner no quiso anquilosarse y se rebeló contra su propia estética, se desató las pretensiones rockeras y abrazó esa identidad sensible, esa pulsión atmosférica que había dejado entrever en 505. El resultado: un disco de difícil digestión, como todos los de los Arctic Monkeys. Un álbum que desorientó las expectativas de unos seguidores que han aprendido a ser tan fieles como flexibles, si es que ambas cosas no van, por definición, de la mano.
Humbug es, posiblemente, el trabajo más hermético del grupo de Sheffield. Sus canciones, a diferencia de lo que ocurría con sus dos primeros discos, se disponen una detrás de otra casi como una procesión que espera ser ejecutada de forma precisa. En él, Turner ya seduce por afición, y, si no, que se lo digan a My propeller o Cornerstone, canciones concebidas para la recreación de esa voz que excava, que se introduce por las esquinas del deseo.
Como todos los pasos dados en la carrera de lo Arctic Monkeys tiene un sentido lógico, cabe señalar que Humbug estuvo precedido por la primera incursión de Alex Turner en sus universos cincuenteros. En 2008, un año antes de la salida a la luz del tercer disco del grupo, su líder lanzó The age of the understatement con The Last Shadow Puppets, el dúo que eligió conformar con la horma de su zapato: el trasnochado Miles Kane, un músico creado para ser la otra cara de su moneda.
A la espera de conocer las medidas económicas que toma el Gobierno para paliar los efectos de la crisis en el sector, todos los agentes deberán ajustarse el cinturón ante unas curvas muy pronunciadas.
Pero volvamos a los monos, porque la aventura ajena de Turner no sirvió más que para reforzar sus caminos establecidos. El impulso recibido por la notable acogida de The Last Shadow Puppets le permitió, ya superando los 25 años (¿he dicho YA?), adentrarse en un proyecto tan ambicioso y arriesgado como Suck it and see. Si Humbug había supuesto un choque para los seguidores de la banda, su cuarto disco fue una colisión de dimensiones desconocidas.
Su romanticismo desabrido, su halo de oscuridad solitaria y su coherencia narrativa convirtieron a Suck it and see en el disco más contundente a nivel de concepto que los Arctic Monkeys habían fabricado hasta la fecha. Tres canciones: She’s thunderstorms, Piledriver waltz y Love is a laserquest. Con eso y poco más uno ya sale del álbum con un amor roto insertado en las entrañas.
Lo gracioso es que todo aquello, esa rebeldía transformada en galantería a través de pasadizos oscuros, resultó no haber sido más que el anticipo de lo que vendría. Y es que lo que vino después fue AM, el disco para el que el grupo había nacido. La confrontación de los Arctic Monkeys con todo su universo previo, llevada a cabo a través de un filtro de aspiración jazzística y con la consolidación de los elementos del rhythm & blues que, desde 505, el grupo había ido dejando caer. Citar alguna canción de ese disco que es como una esfera incorruptible sería desintegrarlo. Su escucha debe aplicarse en espiral, en círculos de no parar nunca. Solo de ese modo puede uno empaparse de la atmósfera nocturna, alcohólica y de amores tardíos de AM.
Es lícito decirlo: aquello pareció ser una cumbre. Y ya se sabe lo que pasa después de llegar arriba. Toca bajar. Pero Alex Turner no ha aprendido a hacer ese tipo de cosas todavía, así que decidió, ante tamaño reto, distraerse y recogerse en el proyecto que ya le había servido antes como catapulta. Junto a Miles Kane, el líder de los Arctic Monkeys firmó el brillante Everything you’ve come to expect, segundo disco de The Last Shadow Puppets y una sobria declaración de intenciones emitida por los canales menos convencionales.
Lo que Turner gritó de la mano de Kane con tamaño disco fue una cosa a la que nos hemos desacostumbrado tristemente. Quiero ser lo que soy, dijo, pese a las miradas que juzgan. Y lo ha sido. Tranquility base hotel & casino no es solo el sexto disco de los Arctic Monkeys. Es, de hecho, la confirmación de que aquí, en pleno 2018 y en la figura de un hombrecillo de Sheffield acompañado de sus amigos de adolescencia, el rock sigue teniendo grandes estrellas. Estrellas que llevan tiempo brillando pero que todavía mantienen intacta esa sensación de inmanencia, de vigencia rotunda. Y eso que él solo quería ser uno más de The Strokes. Vaya con la vida. Vaya si transpira.
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