Hace ya unos diez o doce años, alrededor del tiempo en que empecé a formar un interés por la música y unos gustos personales, una de mis fuentes principales para encontrar nuevos grupos era MTV Rocks, una escisión, como su nombre indica, “rockera” de la MTV inglesa que llegaba a mi tele gracias al Digital + de mis padres.
Entre videoclips de los grupos grandes de la época, Muse, The Killers, Kings of Leon y otros “llenaestadios” había varias canciones de una banda que tal vez de no ser por este canal habría escapado a mi radar. Tres escoceses llamados Biffy Clyro que acababan de sacar el que acabaría siendo su mayor disco, Only Revolutions (14th Floor, 2009), cuyos singles —nada menos que seis, con sus respectivos videos— oscilaban entre el post-hardcore de tensos clímax, la balada acústica y el estribillo potente y sentido, sonaban día sí, día también en esa cadena.
En ese momento de descubrimiento se convirtieron en una especie de secreto del que me acabaría olvidando y del que recobré conciencia este pasado domingo en la sala Razzmatazz de Barcelona, junto con toda una legión de fans que acabaron con todas las entradas del concierto.
Tras un calentamiento de músculos ofrecido por la sólida actuación de los teloneros De Staat, el escenario se vació por unos largos 30 minutos hasta, entre cánticos de “Mon the Biff”, la coletilla empleada por sus fans en conciertos, aparecer la banda, convertidos en quinteto para su versión en directo y en simétrica disposición a lo largo del escenario. El grandioso comienzo de su último álbum The Myth of The Happily Ever After (2021), formado por DumDum y A Hunger In Your Haunt, fue una primera toma de contacto que sirvió ya para entusiasmar al público.
No fue hasta un par de canciones más tarde, con Black Chandelier, donde volví a empezar a sentir aquella conexión antigua con su música, que no hizo más que crecer con That Golden Rule. Acompañados ahora por dos violinistas en el escenario con el que acometer el clímax de la canción —una tensa outro instrumental marca de la casa— una sensación de euforia, botando junto con el resto de la sala, coreando la melodía final del tema, vino a mí y no se marchó hasta finalizar el concierto.
Entre momentos más calmos y sentimentales, como las rendiciones acústicas de Machines y Re-arrange, varias canciones que no conocía pero que poco importaba y otros de sus himnos clásicos —a destacar, la ausencia total de repertorio de sus primeros tres álbumes— comenzaba a intuirse la recta final del concierto cuando sacaron la artillería pesada: Living Is a Problem Because Everything Dies, Bubbles y The Captain.
El apabullante casi-final dio lugar a una breve desaparición que sirvió de descanso tanto para la banda como para un público desgañitado. Y para finalizar, esta vez de verdad, el bis apuntó a la canción-himno en vez de hacia un despliegue de energía que no iban a poder igualar tras el triplete anterior.
La elegida para acabar fue, Many of Horror, su canción más emocional, grandiosa y coreable; un final apropiado para salir de ahí con la piel de gallina, verdaderamente emocionado, recordando los primeros momentos en los que la música, para mí, se convirtió en otra cosa, en algo más importante.
Autores de este artículo
Miguel Lomana
Miguel López Mallach
De la Generación X, también fui a EGB. Me ha tocado vivir la llegada del Walkman, CD, PC de sobremesa, entre otras cosas.
Perfeccionista, pero sobre todo, observador. Intentando buscar la creatividad y las emociones en cada encuadre.