Pocos pensaban, hace no muchos años, que una banda de heavy metal podría llenar un estadio olímpico en el año 2022. Menos se imaginarían aún que la misma formación estaría de gira por pabellones al año siguiente, sin perder un ápice de frescura ni repetir fórmula. Bien, pues todo eso lo ha hecho, tras casi medio siglo de trayectoria, la banda más icónica del género: Iron Maiden. Y es que así se forjan las leyendas en el rock, a base de trabajarlo año a año, concierto a concierto.
El negro de las camisetas dominaba claramente a nuestra llegada al Palau Sant Jordi, lleno hasta la bandera de jóvenes, mayores y muchas familias. Fijándote un poco, podías ver muchas camisetas de la gira del año pasado, “Legacy of the Beast”, aunque en esta ocasión se iba a ver un show bastante diferente. El disco más reciente, Senjutsu (Parlophone, 2021), y el clásico Somewhere In Time (Capitol, 1986) son los elegidos por los ingleses para estructurar su nueva gira, “The Future Past Tour”, diferenciándose del setlist de grandes éxitos presentado hace escasos meses. Esta unión entre pasado y futuro propone una premisa tan interesante como recuperar (incluso estrenar) canciones de hace varias décadas y fusionarlas con las más nuevas, conectándolas por temáticas tales como la guerra, presentes en ambos trabajos. Una forma de hacer totalmente Maiden, que los ha llevado a sumar éxitos independientemente del repertorio de la ocasión o el paso de los años.
Bruce Dickinson no dudaría en alardear de sold out en los minutos iniciales del espectáculo, tras un gran inicio de la mano de unos cuantos petardazos (literales), Caught Somewhere In Time y Stranger In A Strange Land. De inicio, destacaba la trabajada iconografía de urbe futurístico-distópica en los telones y pantallas, tardando bien poco en salir a escena la mascota Eddie the Head vestido de pistolero. Los de Londres estuvieron, como siempre y desde el principio, perfectamente engrasados y pilotados por el incansable cantante y el bajista Steve Harris, quien disfrutaba del trabajo bien hecho desde el minuto cero. El sonido, demasiado saturado, fue quizás la única faceta que no rozaría la excelencia en las dos horas de guitarrazos.

La contundencia y actitud encima de las tablas no se negocian, sucediéndose los interminables solos de los tres guitarristas – Smith, Murray y Gers – junto con los poderosos golpeos de Nicko McBrain, descalzo a la batería y encajado de forma no muy favorecedora entre las paredes del decorado. Todas las idas y venidas de Bruce y los trucos de guitarra de Janick Gers, son solo algunos elementos de una coreografía perfectamente orquestada: todos saben que hacer cada vez que cambia el telón trasero. Y lo hacen de lujo.
Volviendo al repertorio escogido, las composiciones de su último trabajo marcaron la línea del bolo hacia un rock progresivo ya muy presente en los últimos años (y que dominan a las mil maravillas). Así, cortes como Time Machine o Death Of Celts – aprovechando para reivindicar la cultura e identidad de los pueblos – acabaron funcionando muy bien, a pesar de que al principio les costase un poco. Sus fieles los escuchaban con atención durante los primeros minutos, para acabar saltando y coreándolos cuales clásicos.
The Prisioner abrió la veda de los megahits, desatando la locura en el Palau. Misma respuesta ensordecedora que obtuvo también Can I Play With Madness. Sin perder un segundo, el bueno de Bruce subió a la plataforma superior dispuesta en escena para dominar al Palau en Heaven Can Wait y librar una batalla a cañonazo limpio contra Eddie. Una escena de lo más kitsch, pero que resulta hasta simpática dentro del reconocible imaginario de los ingleses. La recta final se encaró con lucimiento vocal de Dickinson en la épica Alexander The Great, a golpe de gong. Fear of the Dark iluminó las gradas con un estruendo incontestable y Iron Maiden (la canción) acabó de alucinarnos a todos con un derroche sublime de guitarras acompañado de innumerables elementos de estética japonesa.
Ya en los bises, los once minutazos progresivos (sin sobrar ni uno solo) de Hell On Earth subieron notablemente la temperatura, con llamaradas que salían de las tablas siguiendo el ritmo de las notas. El fuego dio paso a la locura al descubrirse el telón con la bandera británica: llegaba The Trooper. Colosales fueron sus míticos fraseos sobrepuestos y la entrega del público al corear el estribillo. Al concluir con Wasted Years, Dickinson seguía pidiendo más y más, a pesar de que banda y público ya eran uno. Las últimas carreras dieron cuenta del excelente fondo físico de los seis músicos y costaba hasta diferenciar los cánticos en la grada, que retumbaron en las paredes.
Prometiendo volver pronto, y no nos cabe duda de que así será, el líder Steve Harris fue el último en dejar ovacionado el escenario. Primerizos o repetidores, todos abandonaron el recinto conscientes de haber vivido una experiencia única en el planeta. Iron Maiden volvieron a reivindicarse como lo que son: una banda legendaria que no entiende de épocas o edades y que se ha ganado el respeto de toda la industria a base defender magistralmente sus decisiones artísticas. En vista de la sonrisa que llevaban niñas y niños a la salida – y aprovechando la temática de la noche – podemos afirmar que el presente sigue siendo heavy, pero el futuro ya lo es también.






Autores de este artículo

Mikel Agirre

Miguel López Mallach
De la Generación X, también fui a EGB. Me ha tocado vivir la llegada del Walkman, CD, PC de sobremesa, entre otras cosas.
Perfeccionista, pero sobre todo, observador. Intentando buscar la creatividad y las emociones en cada encuadre.