Lee Fields volvió a demostrar, en su concierto en La 2 de la Sala Apolo, que es un digno representante del soul más auténtico, en el que emoción, ritmo y entrega son elementos imprescindibles del show. Su voz se mostró en buen estado, a pesar de sus 73 años que, viéndole en el escenario, parecían muchos menos. Es lo que pasa cuando te entregas a aquello que te gusta, que te preserva.
A pesar de que estaba programado en la semana central de agosto, posiblemente la peor semana del año para actuaciones en directo, La 2 registró una gran entrada. Parece que sigue habiendo ganas para tener la ocasión de ver de cerca a verdaderos artistas.
La excusa era la presentación de su último disco, Sentimental Fool (Daptone Records), una referencia de calidad más en su vasta discografía, aunque la verdadera dimensión de Fields y sus The Expressions sólo se puede apreciar en directo.
Habitualmente comparado con James Brown, Lee Fields me recuerda más a Otis Redding, por el timbre de voz, aunque no se puede negar que algunos de sus movimientos se asemejan a los que inmortalizó el padrino del soul. Sus conciertos cumplen con los rituales más establecidos en este circuito. A saber, la banda ha de aparecer primero, para caldear el ambiente con una tórrida introducción instrumental que permita su presentación por uno de los músicos y, sólo entonces, es cuando el cantante se aparece en el escenario, de punta en blanco y preparado para impresionar al respetable con su dominio de las tablas y su entrega. Es un perfecto ejemplo de espectáculo diseñado al milímetro para triunfar. Pero que sea un artefacto prediseñado no le quita valor, al contrario, marca unos mínimos que muy pocos pueden alcanzar con solvencia.
Lee Fields apareció en el escenario tras la presentación de rigor, enfundado en un traje de un rojo imposible, las solapas de la chaqueta, el cinturón y los botines con más dorados que la Reserva Federal. Desde el minuto uno, quedó claro que había venido a entregarse y a sudar, en un ejercicio de resistencia al esfuerzo que parece un milagro. Recordó a dos de las luminarias del soul, a sus hermanos, como les definió, Charles Bradley y Sharon Jones, recientemente desaparecidos, y se congratuló que lo viniéramos a ver cuando todavía está vivo. Su comentario jocoso tiene un poso de amargura y de verdad, ya que su trayectoria vivió un hiato en el que tuvo que dedicarse a actividades tan poco artísticas como ser agente inmobiliario para subsistir.
En el setlist, pocas sorpresas con respecto a otras de las citas de su gira en la península. En su caso no se trata de que improvise o modifique el setlist, sino de que dé la impresión de que parezca que cada noche interpreta los temas por primera vez. Y así fue.
Acompañaban a Fields un sexteto de grandes intérpretes que hacían que la música tuviera la contundencia rítmica de un martillo pilón. En ello, cobró especial importancia el bajista, Jacob Silver, que conducía la nave con un dominio absoluto. Su aparente facilidad para marcar el pulso de los temas le permitía realizar constantes variaciones en los riffs que impulsaban las canciones a cotas de intensidad insoportables.
La sección de vientos, con trompeta y saxofón, también tuvieron espacio para el lucimiento, con un solo del saxofonista en el que parecía que fuera a reventar su instrumento.
El bueno de Fields acabó el concierto con su traje anegado en sudor. Durante toda la noche se había hartado de preguntarnos “Are you happy?” sin esperar respuesta, porque ya la sabía. Y, en su sonrisa al abandonarnos, quedó evidenciado que lo había vuelto a conseguir.





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