I miss the winter mornings. Parte primera. Cuarenta grados. Eran gente foránea. Foránea. No armada. Nos podría pasar a cualquiera. Molly también lo fue. Puede que no haya dejado de serlo nunca. Ya no piensa en ello. Ni en armarse. Ha aprendido a no llamar la atención. A caminar cuando nadie lo hace, a bajarse en las aceras. A acariciar sin ternura, como se acaricia al animal que se libera y encadena dos veces por día. Por eso entra sin hacer ruido, es muy suave en las formas, aunque sus palabras pesen demasiado. Por eso le gustaría poder quitarse las piernas, no tener tanto oxígeno por respirar, donar los ojos al relojero y ponerlos en otra hora, en otra latitud. Se sienta encima de la mesa de la cocina. Se balancea como queriendo encontrar un estado ingrávido, leve. Aéreo.
Molly dice que ya nadie sabe pedir un café. Un simple café. Piensa que debería ser motivo de arresto. Quizá diera para un disparo en la sien. Pero a nadie le importan los detalles así, pequeños, sin focos, no escritos sobre papel vergé. Ocurre rápido. El mundo, quiero decir. Las balas son poco resueltas hoy y los miércoles son lo que son. Encefalogramas planos. Su mar en calma, gracias. Lo sentimos, no tenemos suficientes palabras para que existan las tormentas. Vuelvan mañana. Esa parece ser la rutina. A Molly, las palabras como noviembre, le molestan en la boca.
Molly sabe de la fragilidad del suelo bajo sus pies. Lo que es morirse una primera vez y no poder descansar eternamente. Calcular la presión que ejercen manos ajenas en su tráquea hasta casi dejarla sin aire. A veces desea que crucen ese límite, dejar que la noche sea solo eso. Noche cerrada. Sin cuentas pendientes. Y por supuesto que sabe de arquitectura. Construye decenas de puentes sin retorno. Ausentes. Imposibles de cruzar, pues los manda dinamitar en cuanto es colocada la última piedra. La última vía de escape. A cambio, ha construido enormes monociclos para tirarse en marcha del mundo. Lo hace desde que enterró a su primogénito con un pijama azul y abandonó al segundo a su suerte. Lo ve al fondo, en el pasillo, pintando con sus manos pequeñas como tacitas de té, refugios como islas y ejércitos con raíces de árboles.
Molly no aprendió a jugar. Molly no sabe a jugar. Mientras tanto, intenta vivir. Sobrevivir. A duras penas y ya sin quererlo. Por eso he empezado a rezarle a su Dios cuando embisten las primeras sombras del atardecer. Porque Molly no conoce a Sherezade. No conoce a Alicia.
Molly sí aprendió a tener secretos. Molly tiene un secreto. También una bestia en su interior que no debe dejar salir y una niñez entre rastrojeras con poco pan. El secreto se lo trajo el mar, un día en el que intentaba suicidar ciertas palabras desde la playa. Es un enorme espacio en blanco. Un muro con lamentos que alguien tiró. Molly lo ha adecentado clandestinamente, sobornando noches, haciendo que las lunas mirasen para otro lado. Diría que tiene relieves pero no puedo asegurarlo porque hemos dicho que no debe saberse. Molly cree que contratar a los perros que ladran no es pecado.
Ha ido trazando líneas diagonales, casi imperceptibles, con un pequeño lápiz, aquel del costurero entre las lanas. Molly canta a sottovoce coplas, historias de gentes en los caminos, pozos sin agua o muleros buscando sombra. A simple vista, podríamos creer que quiere dejar constancia de su vida. Un vida humilde. Trágica incluso. Nada razonable. Pero, ¿fue su elección? Molly tuvo sueños antes de caminar hasta el precipicio y ser funambulista. Molly sueña con un anilla de la que tirar. Alguien podría escribir sobre su vida y describirla como una llanura yerma, como una transgresión mental. Una sala vacía en la que nadie sabe contar historias. Pudiera parecer cierto en la distancia. No obstante, se sabrá, a no mucho tardar, el alcance real, la devastación, la catástrofe natural que supondrá su caída para todos nosotros. Para aquellos que desearon su derrota y creen haberla derribado.
Molly ha tenido a bien marcharse (en hora). A tiempo. Sin despedirse. Haciendo frío. Dejando abiertos los silencios. Del viejo gramófono se deja caer a gritos la grabación sonora de una muerte sobre un piano. Molly se preparó para ser destierro. No quiso llegar prematuramente, antes que el mundo, quiero decir. Tampoco precipitar cualquier final.
Hoy la mañana me es confusa. Sigo al fondo, en el pasillo. A mi suerte. Pinto palabras que me abren en canal como hojas afiladas dispuestas a hacer daño. Flores imposibles de habitar. A náufragos o a los caídos que vuelven del frente aquel de plastilina. Hoy reúno el valor suficiente para levantarte la voz, la verdad con todas sus aristas. De odiarte muy de cerca, hasta la piel, durante este otoño que desciende por las laderas. Antes de heredar las cicatrices que primero fueron tuyas y ahora me duelen. Antes de bailar en la cuerda y llamarte desconsoladamente.
Ya ves, no siempre hubo luces en los días pasados.
No todo fue mejor ayer.
PD: Su café, gracias.
Imagen de portada © Maca Arena
A continuación la canción que ha inspirado este relato:
Autores de este artículo
Eneko Garmendia
Nací en el 78. Nunca he podido con el cubo de Rubik ni he ganado una sola partida de ajedrez. Por eso, a veces, intento construir ciudades con las palabras. Dicen los psiquiatras que me he convertido en un artefacto aéreo sin tren de aterrizaje.
Maca Arena
Preguntar el 'por qué' de todo ha sido mi modus operandi desde que tengo memoria. Gestora cultural de profesión y periodista por puro gusto. Escribo una columna "Crónicas viajeras" en el Periódico a.m. y en APMusicales.com.
1 comentario en «Todo lo que fuimos»
Gracias!… K fue de Molly!?