En tiempos como los de hoy, en los que a menudo vale más el continente que el contenido, Joe Lovano podría presumir de ser la última encarnación del jazz: un hombre con un saxo, tocado con un gorro, barbudo y con pinta de bonachón. Pero Lovano es mucho más que una imagen. Lovano es uno de los grandes tenores del jazz de las últimas décadas, un músico que reverencia el legado que dejaron los grandes maestros del jazz, ya sean saxofonistas como Charlie Parker; pianistas —Hank Jones, del que algunos todavía recordamos un Lovano Meets Jones en San Sebastián— o bateristas de la categoría de Billy Higgins, a quien mentó durante su actuación en Terrassa.
Lovano es ‘memoria viva del jazz’, pero de una historia del jazz entendida como ‘un trabajo desde el presente’, que diría Fontana. Y, en todo caso, lo es desde un muy particular presente en las antípodas de la aceleración. Solo alguien como Joe Lovano se podía atrever a interpretar Donna Lee en muy aconvencional medio tiempo, una versión, por cierto, estupenda.
El músico de Cleveland venía a la Nova Jazz Cava con un Classic Quartet consagrado al ‘jazz y nada más’, que diría el gran Cifu. ‘Jazz y nada más’ con estándares de Charlie Parker — Donna Lee —, Joe Henderson — Insanity, interpretado en homenaje a la inmensa fotografía de Henderson que preside la cava—, Dizzy Gillespie — I waited for you —, pero también de Coltrane — Spiritual — y Ornette Coleman — Round trip —. Sobre todo, hubo piezas de autoría propia, como por ejemplo Full moon, Our daily bread o una composición de aires coltrenianos, On this day que precedió al Spiritual. Temas tal vez à la manière de pero sin llegar en ningún momento a ser ‘una imitación de’.
Ni muy rápida ni muy lenta, avanzaba la música del Classic Quartet en una suerte de continuum en el que destacaba, como no, el sonido majestuoso del también clarinetista Lovano. Fue precisamente con el instrumento de viento-madera con el que ofreció algunos de los pasajes más brillantes de la velada. Lovano también se atrevió con la percusión.
El pianista Lawrence Fields fue una de las grandes sorpresas de la noche: recursivo, seducía desde la primera nota. Fino, austero y certero — perdonen el pareado —, el toque del baterista Carmen Castaldi se asemejaba más al del swing indestructible de Billy Higgins que a la abstracción divina del añorado Paul Motian, baterista con el que trabajó Lovano. Por su parte, el contrabajista Peter Slavov swingueó con sobriedad. Suyos fueron dos de los mejores solos de la sesión.
Acabó el concierto con una pieza de Emil Boyd que podría resumir la filosofía del Classic Quartet, y también de la trayectoria camaleónica de Lovano: I love music. Y nada más.
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