Nunca dados a prodigarse en exceso, cada vez que una banda como Lisabö, inmersa en su propio ritmo, siempre a la contra de los tiempos que demanda la industria musical, se reactiva es un acontecimiento que merece estar ahí para vivirlo. Cinco años después de su última gira y álbum, el grupo de Irún (representado en el escenario por Karlos Osinaga, Jabi Manterola, Xabi Zabala, Borja Toval, Eneko Aranzasti y Sergio González) ha vuelto con Lorategi izoztuan hezur huts bilakatu arte (bIDEhUTS, 2023), continuación tanto sonora como estética –la minimalista portada sigue el mismo diseño– del anterior Eta edertasunaren lorratzetan biluztu ginen (bIDEhUTS, 2018).
Afortunadamente para su público barcelonés, Lisabö ha programado varias paradas en la ciudad, habiendo tocado el pasado noviembre en la fiesta aniversario del sello Aloud y teniendo próximamente otra fecha dentro del cartel del Primavera Sound de este año. En esta ocasión, venían como el gran nombre de una noche organizada por el tristemente extinto AMFest, acompañados de otras cuatro bandas con el mismo carácter incómodo y experimental que les caracteriza: Harat, Mursego, Los Sara Fontan y Serpent.
Invitados de los cabeza de cartel, Harat y Mursego fueron los primeros en subir al escenario de Paral·lel 62. Provenientes de Bera (Navarra), Harat es el proyecto de post-hardcore encabezado por Ibai Gogortza, un trio de guitarra, bajo y batería con la propensión al ruido y las excursiones post-rockeras de bandas clásicas como Unwound, Polvo o Shellac. Alias de la cantante y chelista Maite Arroitajauregi, Mursego aplica capas encima de capas de loops vocales, armonías, poesía en euskera y castellano medio rapeada y texturas sacadas de su instrumento, en esta ocasión una viola cedida por los Lisabö en vez de su habitual cello.
La parte local del concierto vino primero con Los Sara Fontan, dúo formado por la titular Sara Fontan al violín, teclados y pedales y Edi Pou a cargo de batería y samplers. Lo suyo es una maraña de ritmos e ideas tan fuera de lo común que intentar dejar constancia de ello por escrito es un ejercicio para el cual admito que no estoy preparado. Solo diré que es un espectáculo y que si se tiene la oportunidad se ha de ir a verlo.
Luego de Serpent, conjunto local de un post-hardcore de vertiente más directa y cercana al hard rock o al metal, a las once de la noche se levantaba el telón de la sala por última vez para dar por fin bienvenida a Lisabö. Antes siquiera de tocar, la imagen de las dos baterías, tres guitarras eléctricas y bajo apuntando al público daba una idea de lo que estaba por venir.
Las primeras olas de feedback, resonando en la sala bajo una grabación del letrista de la banda Martxel Mariscal, funcionaron como aviso a los asistentes de irse colocando protección auditiva si es que la tenían. Lo que siguió fue una masa sonora incesante, puntuada de manera constante por el golpeteo de las dos baterías constantemente en sincronía, el ataque de graves que uno podía sentir en el pecho, los gritos desgañitados de ambos cantantes, las guitarras siendo constantemente atacadas. Los momentos de calma, breves, siempre se recibían en anticipación de otro impacto mayor que el anterior.
Tras setenta minutos extenuantes el concierto parecía acabar. Una mujer gritó con la potencia de un cantante de screamo un “no sento res”, seguido de un “gràcies”; otro definió la experiencia vivida hasta el momento como “matraquita”. Las luces del escenario seguían encendidas y el telón aún arriba presagiaba que esto aún no había terminado. Lisabö acabarían con dos temas, uno de su nuevo disco y otro de su primero, Ezarian (Esan Ozenki, 2000). Una última ofensiva, otra descarga de rabia que uno no puede dejar de mirar ni de sentir, una conmoción intensa fruto de un asedio sin pausa.







Autores de este artículo

Miguel Lomana

Òscar García
Hablo con imágenes y textos. Sigo sorprendiéndome ante propuestas musicales novedosas y aplaudo a quien tiene la valentía de llevarlas a cabo. La música es mucho más que un recurso para tapar el silencio.