Un escenario elegante, con tres inmensos balones de luz nos daba la bienvenida. El central reproducía el ojo-mundo de su último disco, que podría protagonizar los sueños más húmedos de Brian de Palma sobre panópticos y control social mediante la imagen, un auténtico ojo en el cielo que nos vigilaba, mientras esperábamos el inicio de una velada que había generado una gran expectación. La platea del Paral·lel 62, llena a rebosar para escuchar de nuevo a Nacho Vegas que ya lleva más de un cuarto de siglo ofreciendo sus propuestas musicales, ya sea con Manta Ray o en solitario.
Y poco después de las 9 de la noche, aparecía Vegas, hecho un pincel, con ese aire de poeta maldito que tan bien le sienta, y con la apariencia de haber firmado un pacto con las fuerzas del mal para detener el tiempo, a la manera de Dorian Gray. Su propuesta también parece tocada por un halo diabólico que la mantiene fresca como el primer día. Bella sordidez, dolor contra la nada.
Abrió la velada con Belart, de su gran último disco y, a partir de ahí, una preciosista panorámica sobre su extensa obra. La belleza de los arreglos, detallistas y contundentes cuando la ocasión lo requería, obra de un maravilloso quinteto conformado por el guitarrista, Joseba Irazoki; Juliane Heinemann en guitarra y segunda voz; Hans Laguna, al bajo; el teclista Ferrán Resines y el batería, Manu Molina.
Fue un maravilloso fondo sonoro para la voz de Vegas, que ya sabemos que no es ningún prodigio de afinación, ni falta que le hace, porque los creadores de verdad convierten sus limitaciones en seña de identidad. Nacho Vegas no podrá participar en concursos de supuestos talentos musicales, pero nadie de los que aparecen en esas ceremonias de degradación de la música podrá ofrecer el verdadero talento, para las melodías y para las letras, que atesora el músico.
También hubo un momento de concienciación social, cuando, antes de la interpretación de Ciudad Vampira, Vegas invitó al escenario a representantes de colectivos sociales de Barcelona que afearon a Ada Colau su inacción, las promesas rotas y la falta de voluntad de diálogo, intervenciones que fueron acogidas con un gran aplauso por parte de los asistentes.
Vegas hizo gala de su tradicional retranca al recordarnos que tendría que acabar el concierto a las 12 porque Shakira tenía previsto lanzar otra canción. Fueron momentos de descompresión ante una obra reconcentrada y dolorosa y que requiere de atención. Esa cualidad introspectiva de sus canciones generó, a su pesar, uno de los momentos de vergüenza ajena cuando una de las espectadoras, que evidentemente no sabía dónde se había metido, empezó a gritar que, para novelas, ya las tenía en casa. Penosa la falta de respeto de la que Vegas salió airoso, siguiendo impertérrito con su actuación, ya se sabe que no hacer aprecio es el mayor desprecio.
Comentaba antes que el concierto ofreció claroscuros. Aparte del bajonazo, no achacable al artista, que acabo de explicar, hubo partes de la actuación en que parecía que Vegas había desconectado con el entorno y cantaba ensimismado, con aire ausente. Sin embargo, también ofreció instantes excelsos. Uno de ellos, la interpretación de la tremenda Ramón In, que resucitaba el espíritu del Lou Reed de belleza más deprimente que creó Berlin. Sólo por la recreación en directo de esa canción de muerte y rabia costumbrista ya valió la pena el concierto. Pero hubo más momentos para el recuerdo, como La gran broma final, o La pena o la nada.
Vegas se despidió de nosotros con El hombre que casi conoció a Michi Panero y nos dejó desolados y abandonados a nuestra suerte, mientras arrastrábamos los pies para volvernos a enfrentar a ese mundo despiadado que nos ahoga. Pero, como él mismo cantó en La pena o la nada:
Y te vi llorar, Y entre el dolor y la nada, elegí el dolor”
La pena o la nada, Nacho Vegas





Autor de este artículo

Òscar García
Hablo con imágenes y textos. Sigo sorprendiéndome ante propuestas musicales novedosas y aplaudo a quien tiene la valentía de llevarlas a cabo. La música es mucho más que un recurso para tapar el silencio.