Si te gustan lo que acostumbra a denominarse guitar heroes, no puedes perderte un concierto de Steve Vai. Es un monstruo del instrumento, eso es indiscutible. Domina perfectamente la digitalización, el uso de efectos y confiere a sus guitarras unas voces plenas de autoridad.
Lo mismo se puede afirmar de su presencia escénica. Es un roquero de la vieja escuela, en el que la actitud y puesta en escena son fundamentales. El cuidado con el que estudia su presencia lo tenemos en numerosos ejemplos, como la coincidencia de color de su chaqueta con el cable de su guitarra e incluso con los auriculares que utilizaba, o el cambio de complementos durante la actuación (creo que fue intercambiando tres gorras).
Esos detalles evidencian el cuidado con el que ha diseñado su actuación, en la que también invitó a participar a un niño, o a una agrupación de guitarristas que se fueron sumando uno a uno. Quiere mostrar que, además de líder, es transmisor del mensaje de que todos podemos ser rockstars.
Los tres músicos que le arropan no le van a la zaga. Batería, bajo y guitarrista-teclista ofrecieron una base de una contundencia y solvencia sin discusión. Además, Vai dejó que se lucieran en momentos de la actuación, con esa grandeza de quien sabe que no necesita eclipsar a los demás para brillar él.
La comunicación con la audiencia es total. Vai dirige miradas e interactúa con el público y juega con sus guitarras, dialoga con ellas mientras las toca, moviendo la boca como si les estuviera hablando, las hace levitar sujetándolas del trémolo. Todo un espectáculo, que podría presentarse en un casino de Las Vegas.
Porque la pregunta que genera contemplar esas dos horas y media de exceso instrumental es hasta qué punto estamos ante un concierto de música o ante un espectáculo diseñado para impactar. ¿Vai sirve a los temas o son ellos los que le sirven de base para su lucimiento? Un apasionado de su música argumentará que evidentemente es Vai quien rinde pleitesía a la energía de su música, mientras que un espectador menos implicado podrá llegar a afirmar que la exhibición prima sobre la substancia.
En este sentido, la aparición estelar de ese monstruo de múltiples mástiles, denominado adecuadamente como The Hydra, hace recordar los peores excesos del rock sinfónico de los 70. ¿Es necesaria la utilización de ese descomunal instrumento, que aúna guitarras, bajo y arpa, para un único tema? Es evidente que no. Pero el público parecía encantado ante la propuesta, como cuando vamos a un espectáculo de prestidigitación o de magia. Sabemos que se trata de trucos, pero nos gusta que nos sorprendan. Es el tradicional motto del circo, aquel “más difícil todavía”.
Por eso, y por la genuina alegría que transmitía el intérprete durante toda su actuación, no se le puede negar su mérito. Steve Vai, agradecido de seguir pisando escenarios, transmitiendo su maestría y demostrando sus capacidades, aunque sea de manera excesiva, es algo digno de verse.






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