Dos días después de la insolente y tenebrosa perfomance de Tricky, Chris Robinson Brotherhood volvieron a iluminar literal y musicalmente la Sala Bikini.
Chris Robinson, es básicamente conocido por sus andanzas con The Black Crowes, quizá por ese motivo se registró una gran entrada, pero si algún despistado fue a escuchar algo de hard rock, salió trasquilado. El de Georgia hace unos siete años que cambió de estilo para centrarse en un proyecto basado más en el blues, el folk o la psicodelia. Después de cinco discos en estudio, ya podemos considerar que el cambio ha sido positivo.
El primer impacto es contundente. Una gran bandera americana, con el logotipo del grupo, tapiza la pared del fondo del recinto. En el escenario cinco instrumentistas con pinta de hippies, y que permanecerán quietos cual figuras de pesebre durante toda la noche, tocan sonidos añejos. Parece un retorno al pasado, ¿habrá vuelto el flower power? Tampoco es eso. La saca musical de Robinson, no se nutre tan solo de southern rock, está llena de multitud de influencias, desde Carl Perkins (Boopin’ the blues) pasando por Roy Orbinson (Dream baby) e incluso Lou Reed, de quien interpretaron Rock’n’roll como colofón final. De todas maneras, su influencia principal se llama Grateful Dead. En el primer compás de Jump the turnstile, canción perteneciente a su álbum Phosphorecent harvest (Silver Arrow Records, 2014) – al que acudirán en varios momentos -, ya notamos esa influencia. Adam MacDougall, al teclado, es el encargado de aportar ese inconfundible sonido que nos lleva a aquella época musical, casi perdida en el tiempo, llamada psicodelia. Posiblemente MacDougall carga demasiado las tintas en ese aspecto mostrándose más brillante en el inicio a lo ragtime de Blue star woman, incluida en su último y bello trabajo Barefoot in the head (Silver Arrow Records, 2017), en el que colabora hasta Van Morrison. Cuando concluye su fantasía, unos descomunales guitarrazos, que hubiesen firmado The Doors, restablecen la compostura.
Chris Robinson Brotherhood es un grupo atípico. Nunca repiten dos noches seguidas con el mismo repertorio (un miembro de la crew reparte hojas con él para que no nos perdamos). Tampoco conocen el significado de la palabra estribillo, se decantan por temas largos: “No somos el tipo de banda que hace canciones de cuatro minutos”, afirman. Esos largos procesos interpretativos, les llevan a confeccionar actuaciones de tres horas divididas en dos segmentos. Para acabar de redondear la rareza, no irán in crescendo, sino casi todo lo contrario. En la primera parte finalizarán por todo lo alto con la excelsa pieza country Clear blue sky y Sunday sound, empezando la segunda mucho más calmados, todo un reto. En ella aparecerán Venus in chrome, Vibration & light o Burn slow, con resonancias a Pink Floyd; incluso me pareció atisbar a David Gilmour punteando entre bambalinas. Pasados unos siete minutos, el ánimo empieza a fluir de nuevo con Hark, the herald hermit speaks, donde afloró el espíritu de Robert Allen Zimmerman (en Tornado había aparecido el de Neil Young) y se desbarató con la pegadiza She shares my blanket, Behold the seer y el blues Got love if you want it.
Vivimos una época pululada por patéticos triunfadores, músicos sin aprendizaje y bochornosos embaucadores. Veladas cómo estas ayudan a darnos cuenta de lo trabajoso que resulta llegar a ser un buen instrumentista, de lo bonito que resulta escuchar melodías bien interpretadas. Ni imitadores, ni pasados de moda, bobadas créanme. Música seria, honesta, como la de antes.








Autores de este artículo

Barracuda

Mario Olmos
Vinculado a la fotografía desde el siglo XX. En los últimos años he juntado mi locura por la imagen y mi pasión por la música. Me consideran fotógrafo, pero me defino como alguien que deja momentos congelados con la intención de provocar una reacción.