Lujoso estreno de la 50 edición del Festival de Jazz de Barcelona con la presencia de la Consellera de cultura Laura Borrás y la alcaldesa Ada Colau. Contó con el discurso introductorio de Tito Ramoneda, director de la promotora The Project, impulsora actual del evento fundado en 1966 e inaugurado en el Palau de la Música por nada menos que Dave Brubeck. Se encogen las palabras. Y, como no podía ser de otra manera, la efeméride tuvo de protagonista al celebérrimo Chucho Valdés, padrino del festival desde 2013.
Prodigioso músico, heredero del talento de su papá Bebo, quien cada año estrena un nuevo proyecto. El actual trata de reformular Jazz Batá (Areito, 1972), pasmosa grabación antecesora de Irakere, revolucionaria en su momento y no menos ahora, en el que las cláusulas están por desgracia establecidas. Una locura dedicada a los inmovilistas.
Es habitual que en este tipo de recintos o festivales señoriales, el público despida al artista ovacionándole en pie. No importa mucho la calidad de las prestaciones, parece ser cuestión de educación, devoción o simple postureo. Curiosamente en esta ocasión, no se dio el caso y lo merecía sobradamente. Cuando en su momento apareció el disco, facturado junto a Carlos del Puerto y Óscar Valdés, ya lo tildaron de loco por su osadía: aquello no era ni jazz ni música latina, decían los sordos ‘entendidos’; metieron la pata hasta el fondo. Es evidente que no es un plato fácil de digerir, como tampoco lo es su segunda parte titulada Jazz Batá 2 (Mack Avenue, 2018). Quizá ese fue el motivo de la respuesta poco entusiasta de los asistentes, que pudieron adquirir el disco en primicia antes de su puesta a la venta oficial.
El concierto fue un homenaje a Bebo (también lo es todo el festival), introductor de los tambores batá en una orquesta para crear el ritmo batanga. Esos toques de tambor, originarios de la cultura yoruba, fueron los auténticos protagonistas de la función, más incluso que las notas lanzadas desde el piano por el maestro cubano de 77 años. Un cruce musical entre lo religioso y lo cósmico, a veces salvaje, otras delicado, siempre turbador. África estuvo presente en cada minuto, en cada nota.
El recinto modernista fue invadido por sonidos atávicos embrujadores, alejados absolutamente de cualquier facilidad armónica, pero al mismo tiempo creadores de una emoción estremecedora. Uno de los grandes culpables de dicha conmoción se llama Dreiser Durruthy Bombalé, percusionista estratosférico que con su tambor batá y voces ancestrales fue capaz de urdir un tejido sonoro hechizante. Dicen que Bombalé y sus compañeros Yaroldi Abreu y Abraham Mansfarroll, forman uno de los mejores tríos percusionistas del mundo, yo mismo lo juro solemnemente. No les fueron a la zaga el contrabajista Yelsy Heredia ni Carlos Caro al violín, quien se lució especialmente en la estremecedora 100 años de Bebo. Chucho escuchaba en su casa las notas de este tema compuesto por su padre, nunca grabado con anterioridad, y decidió darle vida comercial titulándola así, cuando se cumple el centenario del nacimiento del eminente músico.
El acto propuesto tuvo extrema densidad, gran dificultad de ejecución instrumental, y la condescendencia no apareció ni por asomo. Comida cruda, nada tramposa. Únicamente como despedida festiva, Durruthy Bombalé recorrió el pasillo central de la platea cargado con su batá, unos instantes para el jolgorio dentro de una velada muy seria. Reinó la estupefacción y la temeridad. Brindemos por ello. Chucho Valdés regaló al festival un estreno épico: casi todo el universo musical cubano resumido en hora y media. Un logro sólo al alcance de los elegidos.
Próximo capítulo: Tribalistas.








Autores de este artículo

Barracuda

Marina Tomàs
Tiene mucho de aventura la fotografía. Supongo que por eso me gusta. Y, aunque parezca un poco contradictorio, me proporciona un lugar en el mundo, un techo, un refugio. Y eso, para alguien de naturaleza más bien soñadora como yo, no está nada mal.