Dan Béjar, el cerebro tras Destroyer, se presentó en la Sala Bikini con una orquesta de lujo de siete músicos y con tres medianas y un vaso de whisky en sus manos. El apunte no es gratuito. La bebida estuvo presente en cada instante en el que Béjar no tenía que interpretar sus versos. El gran compositor canadiense, en plenitud creativa desde hace lustros, parece correr el peligro de zozobrar por el octanaje etílico.
En el escenario, Dan Béjar actúa con esa displicencia del crápula descuidado que aspira a ser, como un Serge Gainsbourg barbudo, con el que guarda cierto parecido físico. A cada canción, rescata el micrófono, sujeto en el soporte a la altura de la cintura, modula su voz arrastrada y nasal mientras se agarra al soporte como si fuese un bastón que le permitiera mantener el equilibrio y, al llegar a las partes instrumentales, deja el micro, se reclina y va vaciando sus reservas alcohólicas. Acaba la canción y ¡alehop!, se levanta y ofrece al respetable la misma reverencia descreída, una y otra vez.
Así es Dan Béjar en directo. Previsible e irónico. Decadente y distante. Pero la atmósfera que crea con sus canciones y los siete músicos que le rodean es algo bien diferente. Saxos, trompeta tratada, guitarras, bajo y batería generan un constante vaivén de planos sonoros, olas de atmósferas ahora brumosas, ahora grandiosas, que envuelven al público en momentos de belleza pura.
En plena fase de presentación de su último gran disco, Ken (2017), una revisitación del post-punk ochentero, con esos bajos melodiosos y punzantes, a la manera de New Order, y esos sintetizadores entre ingenuos y molestos y los ritmos mecánicos de unos Pet Shop Boys, empezó con la susurrante Sky’s grey, que también abre el disco, y siguió el orden de la tríada inicial de canciones, para acometer a continuación Forces from above y Times Square, de su anterior disco Poison season (2015). Fiel a su intención de no mirar atrás, aparte de presentar su último trabajo, sólo introdujo canciones de los recientes Kaputt (2011) y Destroyer’s Rubies (2006). Dan Béjar cultiva la nostalgia por las otras músicas, pero no por la suya.
La autodestrucción en directo del personaje y la elevación a las alturas por la belleza de su música parecen dos caras inseparables de la misma moneda. Hay momentos en los que Béjar mira al fondo de la sala, sin ver, con ojos vidriosos, abstraído por la potencia de su propuesta; hay instantes en los que los músicos sonríen de felicidad absoluta por cómo suena aquello que están creando. Y el público no puede dejar de vivir como un acontecimiento esa subida al cadalso autoinfligida, esa exhibición de decadencia llena de sensibilidad preciosista. Sí, fue un gran concierto. Bello y triste, como lo es la vida.
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