Si hubiéramos hecho caso de lo escrito por los colegas de Valencia y Madrid, las dudas sobre las prestaciones actuales de Ian McCulloch y Will Sergeant deberían haberse disipado en pocos segundos. Sin embargo, en estas giras conmemorativas puede haber pájaras y más si las estrellas empezaron a dar sus primeros pasos musicales a finales de los 70s. En Barcelona tampoco las hubo y continuó el beneplácito de este viaje nostálgico (para los que quieran considerar este absurdo adjetivo), mucho más fresco que los inventores de la lucidez, puesta por bandera, en sus discursos anti-retrógrados.
Echo & The Bunnymen editaron, hace un año, Songs to learn & sing y, posteriormente, quisieron recordar esas grandes creaciones con la aventura denominada Celebrating 40 years of magical songs, truco marchitado para reverdecer laureles, pero que, en su caso, no fue un calco del habitual engaño de trileros sonoros.
Sin alardes, pero con mucho oficio, McCulloch y Sergeant presentan un espectáculo austero, melancólico y repleto de temas inolvidables, a cual mejor. Quizá sobraría Flowers de 2001, porqué, en su caso concreto, es evidente que cualquier tiempo pasado fue bastante mejor.
Pop de altura bajo la niebla
A nadie se le escapa que la música creada por los de Liverpool no es precisamente la alegría de la huerta. Las canciones sombrías adornadas por atmósferas crepusculares son su seña de identidad. Tan solo con ese estallido escalofriante, deudor de The Velvet Undregrond o The Doors, y la voz particular de Ian (pasó toda la velada con gafas de sol) es suficiente para crear el ambiente deseado. No era necesario oscurecerlo aún más con una ostensible humareda que, en muchas ocasiones, no dejaba ver a la banda. En el Reino Unido hay mucha bruma, ya lo sabemos, aunque tampoco era necesario cargar tanto las tintas. De todos modos, tampoco fue una circunstancia que empeorara un espectáculo de notable nivel.
Después de escuchar enteras Street Hassle (Lou Reed) y Ça plan pour moi (Plastic Bertrand), dos temas seguramente escogidos por el grupo, sonó el habitual fragmento de música gregoriana con el que abren y cierran los conciertos. Rápidamente, del siglo VIII pasamos a 1980, año en el que grabaron uno de sus discos más recordados: Crocodiles. De él escogieron Going up (minúscula versión), Rescue (primer tributo al sonido Doors, con Ray Manzarek a la cabeza) y All that jazz, ya no volvieron a recordarlo, aunque fue muestra suficiente para darse cuenta de que su calidad y embrujo son atemporales.
Siguieron con la mentada Flowers para proseguir con uno de los himnos más grandiosos que ha parido el post-punk: Bring on the dancing horses. Brillante adaptación, aunque echamos de menos algo de nitidez en la melodía, rasgo que se repitió en casi todas las canciones ya que optaron por ofrecer resonancias compactas donde el ruido, bien entendido, fue el gran protagonista.
Del 85 pasamos al 81 con All my colours (Zimbo) para después avanzar al 84 con la soberbia Seven seas, uno de los momentos álgidos de la noche: “Seven seas swimming them so well. Glad to see my face among them kissing the tortoise shell”.
Arribados al ecuador, dos cosas habían quedado claras: la primera es que Will Sergeant es un guitarrista prodigioso, si me apuran el alma de la banda, y la segunda recae en un par de detalles sobre el señor McCulloch. El poderío vocal sigue casi intacto y su poca empatía con el público también; en ese sentido poco se parece a su idolatrado Jim Morrison. No es que nos moleste la parquedad de palabras, pero de la mesura a no presentar a los músicos acompañantes, va un mundo. Por suerte nos regaló un The killing moon para enmarcar.
Antes de llegar a su gran hit, tocaron Nothing lasts forever (con el ritmo del Walk on the wild side de Lou Reed), una intensa Over the Wall, Bedbugs and Ballyhoo y Never stop, perfecta antesala para encarar “La luna asesina”. Como si fuera hecho adrede, por causas emocionales o por mero cansancio, a McCulloch se le rasgó la voz. Ese hipotético fallo sirvió para convertir la perla en una joya de mucho más valor. A todos se nos rompió el corazón en mil pedazos y volvimos por unos instantes a nuestra juventud añorada, al menos en el aspecto musical. Una obra de arte que te golpea en todos los sentidos.
El set concluyó con los aires arabescos de The cutter, otra pieza brutal, alargándose con la psicodelia de Lips like sugar y los aires “velvetianos” de Ocean rain, perfecto obsequio final.
Sin salir igual de maravillado como con la prodigiosa lección de Paul Weller, días antes, (aunque no tengan nada que ver estilísticamente hablando), sí que llegué a casa con la sensación de haber asistido a otro de aquellos paraísos perdidos que no volverán jamás. No hablo de añoranza sino de constatar realidades.
No creemos que los Echo se pongan a componer cosas nuevas, saben que no igualaran el pasado que los convirtió en referentes. Con mantener el nivel actual les basta.
Fate up against your will through the thick and thin he will wait until you give yourself to him, you give yourself to him”
The Killing moon, Echo & The Bunnymen
Autores de este artículo
Barracuda
Miguel López Mallach
De la Generación X, también fui a EGB. Me ha tocado vivir la llegada del Walkman, CD, PC de sobremesa, entre otras cosas.
Perfeccionista, pero sobre todo, observador. Intentando buscar la creatividad y las emociones en cada encuadre.