Sufjan Stevens se presenta como un ángel supersónico. Sacro. Emana una voz aguda, tierna. Sus alas, blancas y grandes, sobresalen de su traje de colores fosforescentes. Parece venido de un viaje a través del espacio: lleva dos pares de gafas de aviador –unas en la frente, las otras en los ojos–. El público, atónito, observa cómo ese ser, que no parece provenir del mundo real, les transporta a su universo onírico. Así salía al escenario, con su guitarra como única compañía, en su gira europea de 2011. Gracias a este tour pasó por Primavera Sound, y Barcelona pudo ver en directo a este Peter Pan tan particular, un adulto que había mirado su infancia en perspectiva y había hecho de ella su arte.
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En la vida de Sufjan, la conexión celestial no ha sido por puro azar. Nacido en 1975 en una familia cristiana, en sus primeros trabajos –A sun came (1998), Enjoy your rabbit (2001) o Songs for Christmas (2006)-, hay constantes referencias a la religión. Los tres fueron editados bajo Asthmatic Kitty Records, un sello que creó junto a su padrastro Lowell y demás artistas en 1999, y que ya nunca abandonaría.
Ese chico tímido que formaba parte de un movimiento musical de folk cristiano de su barrio, empezaba a ser reconocido por ese misticismo y por una sorprendente facilidad para la composición musical. Sediento por crear, decidió hacer un disco sobre cada estado de los Estados Unidos, con Michigan (AKR, 2003) como primer volumen. Ese proyecto no siguió mucho más allá (o quizás es que nunca existió). Sufjan se revelaba como un ser casi fantástico y a la vez familiar, como lo son algunas de sus canciones en Illinois (AKR, 2005) –segundo y último disco con nombre de estado hasta la fecha– como Chicago o Casimir Pulanski Day. Misterio, ilusionismo, poética y música: todo en un mismo conjunto eran Sufjan Stevens. El niño que aprendió a leer a los ocho años, el que de su música rebosan multitud de personajes culturales e históricos como también sonidos electrónicos y acústicos liderados por su guitarra. Y Sufjan, en medio de toda su creación y aunque a sus fans les costara de creer, continuaba siendo humano.
Su música es puro cuento. Stevens ha creado un relato a partir de su propio pasado, su propia biografía. No es nada que otros artistas no hagan: a otros de su misma quinta, como Bon Iver, les viene funcionando estupendamente hacen de sus problemas personales el motor central de su música y crear una historia entre discos. La gran virtud de Stevens se destacó con su último disco, Carrie & Lowell (AKR, 2015), que escribió después de que su madre muriera de cáncer. En él, muestra que puede llegar a públicos muy diferentes entre sí a partir de una historia tan personal como la de su propia familia. Hace un ejercicio de perdón a su madre, Carrie, pues cuando era pequeño le abandonó varias veces. Pero también recuerda los buenos tiempos con su padre, Lowell, y momentos familiares importantes. Un proyecto sanador en el que el músico se desnuda, se expone y reinventa el diario personal para otorgarle un sentido poético junto con la música. No aparca a los fantasmas del pasado para olvidarlos: los sacude, les da la vuelta y los convierte en algo tan bello como intangible, en algo emotivo y universal a la vez. En algo sensible fuera de órbita.
Misterio, ilusionismo, poética y música: todo en un mismo conjunto eran Sufjan Stevens.
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Lo demuestra en uno de sus últimos proyectos, Planetarium (4AD, 2017) un disco a ocho manos con el guitarrista Bryce Dessner (The National), el compositor Nico Muhly y el percusionista James McAlister en el que se inspiran en planetas, estrellas y materia de la Vía Láctea. El álbum fue conceptualizado primero como concierto y materializado en disco años después, en el que se revisitan planetas como Neptune –la puerta de entrada al universo Stevens–, Venus o Mars, aunque también visita sitios tan inhóspitos como Black Hole. ¿Cuándo el arte se creó solo a partir de lo bello y alegre? Si las estrellas fueran música, sonarían a la sensibilidad de las diecinueve canciones de este disco.
La tormenta solar había empezado. Es a partir de ese disco que Stevens se convierte en uno de los nombres más destacados de la música indie. El director de cine italiano Luca Guadagnino vio en él algo más que música: vio relato, vio poesía, vio lenguaje más allá de los versos y las notas. Confió su proyecto Call me by your name (2017), la película basada en el libro homónimo, en sus manos antes de grabar ninguna de sus escenas. La música se creó antes que la imagen, y a partir de ella Guadagnino filmó con los actores. Visions of Gideon y Mistery of love, las canciones más famosas en la obra de Guadagnino, encajan a la perfección con las escenas en las que se incluyen. Es difícil imaginar un perfil de músico así en Hollywood, pero así fue: su banda sonora estuvo nominada a los Oscar. ¿Representa esto último la carrera de Stevens? Quizás no en un sentido estricto: no se ha convertido, por ello, en un artista mainstream. Más bien, la explicación de Sufjan Stevens no reside en los éxitos que ha conseguido a lo largo de su carrera, sino en la capacidad de haber convertido su propia historia en un arte estelar. En puro polvo de estrellas traído desde su propia galaxia.
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