No os voy a hablar de los que se pasan los conciertos hablando, podrían correr ríos de tinta al respecto. Ay, qué momentazo aquel concierto de Richard Hawley en el Apolo en el que se ofreció a devolverle el dinero a la gente que estaba charlando sin parar. O de cuando te alegras de que un concierto sea sentado, no porque ya tengas una edad, sino porque así la gente estará calladita. Hoy, os voy a hablar de algo peor: la mala educación y las malas maneras.
Hace unos días fui al concierto de Sigur Rós en el Sant Jordi Club. Llegamos pronto para pillar un buen sitio. Era la primera vez que los veía. Estábamos en buena posición. A medida que se iba acercando la hora del concierto, la gente empezaba a acercarse más. Es el ansia. Lo entiendo, pero si tanta ansia tienes, ven antes. Hubo un momento en el que me giré a decirle a un tío: “no hace falta que te pegues tanto”. Había espacio de sobras.
Cuando empezó el concierto, salieron de la nada grupos de gente que empezaban a avanzar hacia las primeras filas para ponerse delante. Esto es bastante habitual. Llegaron los últimos y querían ser los primeros. Es una cosa que no soporto. No solo porque quieran colarse (encima normalmente son más altos que tú y te acaban tapando la visión), sino por las maneras. Llegan empujando, pisoteando, gritando y, por supuesto, disimulando que buscan a alguien.
Entonces llegó una pareja. En teoría buscando a un amigo que no sabían dónde estaba. Ese famoso amigo que todo el mundo parece haber perdido en un concierto. No hicieron ningún intento de llamarle por teléfono para ver dónde estaba. Tampoco importaba. Querían ponerse delante nuestro. Se quedaron detrás, empujándonos y molestando. Arramblándonos y apretándose contra nosotras y los chicos que tenían al lado. El concierto empezó con un par de canciones súper tranquilas, ellos comentaban la jugada a grito pelado mientras la gente, impaciente, les pedía silencio. Seguían empujando a ver si nos apartábamos. Al final se fueron por donde vinieron después de que diferentes personas que estábamos alrededor nos quejáramos varias veces.
En la sala hacía tal calor que al final decidí salirme de las primeras filas, no aguantaba más. Era infernal. Me estaba mareando. Detrás, la cosa no mejoró. Había más espacio, estaba más fresca, pero tenía que aguantar a los borrachos y a los que, teniendo espacio de sobras, deciden tirarse encima de ti. Mi amiga se giró hacia mí y me dijo: “Odio a la humanidad”. Le salió del alma. No hicieron falta más palabras. La entendía perfectamente. No es que a los conciertos haya que ir como si entrases en una biblioteca o en un sanctasanctórum, pero es que llega un punto en el que se han convertido en un acto social en el que la música es lo que menos importa. Poca gente escucha, mucha molesta.
¿Por qué demonios me tengo que pillar un cabreo para disfrutar de un buen concierto porque al resto de la humanidad le importe un pimiento la música?
Esto no es nada nuevo, pero se ha ido extendiendo y empeorando con el paso del tiempo. Recuerdo hace muchos años un concierto de Jeff Tweedy en el desaparecido Faraday en el que en primera fila había un tipo de espalda al artista de charla con sus colegas. ¡Primera fila! ¡De espaldas al concierto! Hasta Tweedy tuvo que echarle un rapapolvo. No es el único concierto en el que me he encontrado con esta situación. Tienes espacio de sobras, barras donde charlar, y te pones en primera fila dando la espalda al artista. Es una falta de respeto tremenda a la persona que está sobre el escenario tocando.
Hace aún muchos más años fui a un concierto en la sala Magic en el que tocó Steve Earle. Entre el público, que por cierto no era muy numeroso, poca gente se enteró de aquella actuación; una persona borracha no paraba de gritar. Era insoportable. Del cabreo que se pilló Earle creo que tardó siglos en volver a la ciudad.
Este verano, en el Azkena Rock Festival estaba viendo a mi adorada Patti Smith en las primeras filas. La chica que estaba a mi lado se puso a hablar por teléfono a grito pelado con una colega. Le comentaba lo bien que se lo estaba pasando en el festival. Los malditos teléfonos. Patti estaba recitando extasiada el poema Howl de Allen Ginsberg. No os podéis imaginar la mirada asesina que le lancé. Funcionó.
En un Taned Tin tuve que girarme en el asiento para decirle al tío que estaba detrás que dejara de aporrear mi asiento. Parecía que iba montada en una maldita montaña rusa o a punto de que el volcán del Krakatoa me explotara en la espalda. He titulado este artículo “Molestas, tío”, por una razón: el 99% de las veces que me ha pasado algo así, ha sido un tío el que ha estado molestando.
Como estas “anécdotas” tengo miles. He perdido la cuenta de las veces que me he girado para increparle a alguien que estaba molestando en un concierto. Pero, ¿por qué demonios me tengo que pillar un cabreo para disfrutar de un buen concierto porque al resto de la humanidad le importe un pimiento la música? Es una pregunta que cada vez me hago más.
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