Ante cualquier fenómeno socio-cultural de grandes dimensiones (salir en televisión resta crédito), no es mal síntoma dudar sobre su real autenticidad y si además la carrera del interfecto excede, por poco, la década de existencia, tiene más sentido ponerlo todo en tela de juicio. A nadie se le escapa que el asturiano Rodrigo Cuevas es una revelación mediática por diversos motivos, algunos que, a un servidor, le interesan muy poco, porque lo que realmente importa, es su valía como artista y, comparándole con otros esperpentos, más propios del tren de la bruja (aunque por el norte haberlas haylas), no hay color. Cuevas ha mejorado muchísimo como entertainer, tanto que su faceta de pecador destroza cánones (nunca dejará de existir) ha disminuido ligeramente. Dicha evolución le hará perdurar hasta el infinito. No todo se basa en ser desobediente.
Fuego alegórico
La diosa de la noche apareció, desde el foso del gran escenario, recibiendo vítores atronadores. Cuevas, enardecido, gritó: “més fort” (utilizó el catalán con soltura). El teatro se hundió sin haber cantado una sola nota, a eso se le llama, llegar y besar el santo. Emocionado y con la pandereta tradicional asturiana en ristre, espetó: “Avui arderá el Liceu”. Un chiste lanzado al aire, sin pensar, que denota su naturalidad y espontaneidad. Nos gustó más el de “hoy me tiro al cura en la sacristía” o ese intento de striptease que obligó al público a desprenderse de alguna ropa de abrigo y lanzársela mientras se paseaba por el patio de butacas.
Con el lema “ejercer la libertad”, Rodrigo emprendió un viaje, cruzando historias, música y baile, acompañado de un cuarteto de instrumentistas, situados como si fueran concursantes (Cuevas dixit) de cualquier estúpido programa televisivo, y de cuatro magníficos bailarines (dos chicas y dos chicos) que fortalecieron el discurso musical, impregnándolo de un punch que, si bien ignoró levemente el tono tradicional de las grabaciones en estudio, proporcionó una energía que desbarató a la audiencia, esencialmente en el tramo final. Tino Cuesta, Mapi Quintana, Rubén Bada y Juanjo Díaz martillearon sus instrumentos orgánicos y digitales, ofreciendo una propulsión tribal de enormes dimensiones que, lejos de moler nuestras neuronas, lograron hacernos menear hasta los dedos de los pies. Golpear contundentemente, si se ejecuta con sentido y musicalidad, puede convertirse en manjar de dioses.
Temazos
Don Rodrigo, ya le podemos llamar con fatuidad, se sintió en el escenario del Gran Teatre del Liceu tan sorprendido y excitado como la Marguerite del Faust de Charles Gounod, en el momento que descubre las joyas que le ha dejado su pretendiente de regalo (“Ah! Je ris de me voir, si belle en ce miroir”). Desde el segundo uno, con el respetable metido en el bolsillo, se sintió diva, pero una heroína humilde y cercana a sus idólatras. A Cuevas le encanta contar largas anécdotas (con el peligro de romper el ritmo del show), volar por encima del escenario (sus espectaculares zuecos no lo impiden) o sacar a relucir algún problema político como el palestino (fuertes aplausos). Lo hace porque se siente fuerte, seguro de sus facultades y le importan cuatro pimientos lo que vayan a decir. Ahora es más sencillo quitarse la careta, cierto, no obstante hay que tener personalidad y poderío para atreverse; el simpar ovetense no le tiene miedo a nada que se menee.
Prometió temazos y cumplió. Basó el concierto en Manual de Romería (Aris Música, 2023), aunque también ofreció cancha a finezas de su anterior repertorio, escaso, pero valiosísimo.
Comenzó con Más animal, Allá arribita (perla preciosa deudora de la inspiración de Vainica Doble y bendecida con aires latinoamericanos), retrocedió para interpretar Arboleda bien plantada y obligarnos a bailar el Valse, para seguidamente brindar la canción (teóricamente representativa) de cada ciudad que pisa. A nosotros nos tocó Gitana hechicera de Peret. Una elección poco arriesgada, pero que le quedó la mar de simpática. La copla reemplazó a la rumba con El día que nací yo, composición popularizada por Imperio Argentina y que constituyó el momento folclórico-español de la velada; olvídense del término kitsch, no emergió en ningún instante.
El Liceu inició la ebullición con la excepcional Casares y continuó subiendo grados con BYPA (resplandeciente colaboración de Maria Arnal), Dime, ramo verde y el tríptico (a modo rave) formado por Verdiciu, Cómo Ye?! y Xiringüelu. Con Veleno, original del artista galaico Baiuca y Matinada (Resaca), Cuevas por los suelos, se acabó el repertorio oficial.
Antes de encarar las obligadas añadiduras, Rodrigo Cuevas obtuvo una de las ovaciones más ensordecedoras y extensas (no conectamos el cronómetro) que uno recuerda, de taparse los oídos. Impertérrito, las recibió como agua de mayo, consciente de que lo había hecho bien y que el trabajo da frutos. Instante histórico.
Finiquitado el mayúsculo estruendo, encaró la parte definitiva vestido de rojo e interpretó la profunda Bambalín (“Era maricón de nacimientu, una cosa mítica en Xixón. Fio de concha la guapa, y era un ídolo, una juerga, y era la madre que lo parió”), Muiñeira para a filla da bruxa y Romería, el cerrojo de un festejo inolvidable.
El tiempo dulcifica las cosas y las desvaloriza injustamente. Lo sucedido en El Gran Teatre del Liceu debería pasar a los anales, no tan solo del recinto sino de la música popular de este país. Ver concentrada gente tan diversa (hablamos de edades, géneros y de lo que quieran) venerando a un auténtico prestidigitador no ocurre todos los días. Rodrigo Cuevas: ¡menudo artistazo!








Autores de este artículo

Barracuda

Òscar García
Hablo con imágenes y textos. Sigo sorprendiéndome ante propuestas musicales novedosas y aplaudo a quien tiene la valentía de llevarlas a cabo. La música es mucho más que un recurso para tapar el silencio.