Es curioso pensar que la centenaria Antiga Fàbrica de Estrella Damm fácilmente podría haber sido abandonada cuando dejó de suplir las necesidades del fabricante. Afortunadamente se conservó y reformó, habilitándose salas que sirven para el mejor acompañamiento de una buena cerveza: cultura. Ya son las nueve y la mitad de la sala está vacía. Es raro, esto se llena todos los días que se hace, independientemente de la importancia de los grupos que vayan a aparecer. Sale al frente Albert Puig, realizador del programa Delicatessen de iCat FM, que alude a la situación política para explicar la baja asistencia.
En el programa se suelen presentar grupos locales menos conocidos antes de los artistas principales. En este caso es Veil, liderado por Txell Prada: “una propuesta de música novedosa y creativa, con una voz impresionante”, según el presentador. Empieza el directo, y Albert no se equivoca. La voz, impresionante, va acompañada de los coros low key de Albert Solà, con quien Txell ha compuesto las canciones para su disco debut, actualmente en grabación. La protagonista empieza tímida, y va haciéndose cada vez más grande en el escenario, animando a la gente a hacer palmas e incluso cantar cuando tocan el cover de Catch & Release de Matt Simons.
A la media hora de haber empezado la sala ya está llena. Se siente en el entorno: más gritos, más aplausos, más ambiente. Sube el volumen de la música, con la última media hora de Veil como la más potente. Ahora viene Sean O’Hagan. Este señor – y digo señor por el respeto que se ha ganado para mí después del espectáculo – no es músico, ni compositor, ni productor, ni nada de lo que puedas leer por ahí. Es un director, un artista – la generalidad que da el término es completamente intencionada -. Director musical en varias películas, además de fundador de Microdisney, pasó por Stereolab para volver a fundar otro grupo: The High Llamas.
Albert Puig lo introduce como un músico con una trayectoria brutal, menciona su último trabajo de producción de la mano de Gilberto Gil y anuncia algo que la audiencia descubrirá en el mismo segundo en que O’Hagan se ponga de pie frente al micrófono: es encantador. Se sube al escenario sólo con su guitarra acústica. “Buenas noches, ¿cómo estás?”. Empieza, y agradece a Veil por “hacer a todos felices” con su concierto. Y toca Bach ze. Al acabar se dirige a los técnicos de sonido para pedirles – con la mayor educación con la que he visto a un músico tratar a un técnico – que bajen un poco el monitor de la guitarra, porque “I like it nice and gentle” (me gusta agradable y suave). Nos dice que si entendemos inglés por favor avisemos con un “yo comprendo”, así no se siente tan solo.
El concierto sigue con un par de canciones, cada cual acompañada de su historia. Al empezar una de ellas se da cuenta del teclado que permanece ahí del concierto anterior y decide abandonar la guitarra por éste. También avisa de que se le da muy mal el teclado, “veamos qué pasa por aquí”. Toca The dutchman, contándonos que para componerla se inspiró en una noche en la que paseaba por Washington DC y un chico se le acercó para avisarle de que estaba en un barrio muy chungo, que podría recibir un tiro sólo por estar ahí de pie y que debería irse. De vuelta a la seguridad, se cruzó con unos holandeses vestidos de traje, diplomáticos, a los que avisó del barrio, los cuales le contestaron: “somos holandeses, nada nos da miedo”.
O’Hagan no para de contarnos cuentos. Desde abajo, todos estamos hipnotizados, con luz azul en nuestras caras observando a este señor tan cordial, cautivador, interesante. Nos insta a hacerle los coros y, aunque al principio todos accedemos tímidamente, al final nos da las gracias y espera que nos sintamos mejor. “La música puede ser así de simple”, reflexiona. Me encantaría poder reproducir con palabras cada segundo de su actuación. Pero se acerca el punto y final, y no quiero dejar de decir que en la última parte ocurre algo especialmente especial: Cuando actúa con The High Llamas, la banda hace el ritmo con panderetas. Como ya lo queremos tanto, todos le acompañamos con palmas. El músico alucina porque según él nunca le había ocurrido. Y menos que justo entonces un percusionista de entre el público se subiera al escenario totalmente del espontáneo para tocar una canción en directo con él.
Tanta es la conexión que, aunque en los conciertos Delicatessen no suelen haber bises, él vuelve a tocar dos canciones más. La última, The king of gold, es el track final porque “no podemos consumir demasiado de esto”. Y el concierto acaba. Encienden las luces, miro a mi alrededor, y lo que veo es maravilloso: todos sonríen, hablan bajito, se aproximan poco a poco a la salida. Es la magia del ambiente que ha creado el músico para nosotros en esta noche en el medio de una semana muy complicada. Ha sido una sesión terapéutica, el upgrade de un espectáculo íntimo, la versión para melómanos de cuentos para ir a dormir. No se puede pedir más.








Autoras de este artículo

Nadia Dubikin

Marina Tomàs
Tiene mucho de aventura la fotografía. Supongo que por eso me gusta. Y, aunque parezca un poco contradictorio, me proporciona un lugar en el mundo, un techo, un refugio. Y eso, para alguien de naturaleza más bien soñadora como yo, no está nada mal.