El californiano Tommy Guerrero abandonó la afición/profesión por el skateboarding para centrarse en su faceta como compositor y guitarrista. Después de trece álbumes en estudio, diversos EPs, atrayentes colaboraciones y escuchado lo ofrecido en un tan respetuoso como enfervorizado El Molino, tan solo queda rendirse a su decisión, justificarla y aplaudirla. Obviando gustos personales, el refinado músico de San Francisco regaló una sesión repleta de buen gusto, sapiencia y una delicadeza acompasada que dista un montón de quilómetros de lo que, habitualmente, sufren nuestros oídos.
La suavidad embriaga a todo tipo de público y, en ese campo, Guerrero es un maestro utilizándola. Encasillarlo en el mainstrean sería cosa sencilla aunque equivocada. Cierto es que arriesga poco, situando su atmósfera fronteriza en tierra algo desvanecida. No obstante, ese inconfundible estilo de digitación nos lleva a evocar al mejor Santana, la plenitud de Ry Cooder e incluso a J.J. Cale, cuando rememora sus inicios blueseros con B.W.’s Blues y In My Head, un par de emblemas del iniciático Loose Grooves and Bastard Blues (1997).
Secundado por Josh Lippi (bajo), quien se atrevió a tocar temas propios (en solitario), en una breve previa, y Matt Rodriguez (rimbombante percusionista), nuestro, algo tímido, protagonista, enmarcó su fina y equilibrada función con filmaciones (muy acertadas) de paisajes desérticos que nos acercaron a un ambiente cinematográfico, aunque acabaron despintándonos. Reconozco que queda bonito ornamentar la música concebida, pero las imágenes (alguien dijo que el video se cargó las canciones) acabaron por difuminar el tremendo trabajo de los intérpretes y oscurecieron la sonorización que, en el caso que nos ocupa, fue extraordinaria. Ya va siendo hora que se reconozca el trabajo de los técnicos de sonido, los de El Molino son para reverenciarlos. Guerrero jugueteó con punteos minimalistas, el reverb y pisó pedales con meticulosidad. Todo eso y más lo escuchamos con una nitidez inusual, detalles que son esencia, nada insignificantes.
El repertorio gravitó por una selección de lo más granado de sus casi treinta años de carrera y alguna novedad, set que rozó la veintena de temas, abundancia que se contradijo, de algún modo, con un discurso sonoro monótono, no confundir con aburrido. Una suite de 90 minutos no hubiera desentonado.
La atmósfera se creó, de entrada, con El Camino Negro y la síncopa de White Sands. A partir de ahí, no encontramos ningún subidón. Tuvimos que aguardar a ciertos aires orientales, la aproximación al Alabama de Coltrane o el final pseudo-funky con Viva tirado, para encontrar diferenciaciones. Los entendidos en la materia distinguieron Los Padres, Los Océanos de Arena, Sun Rays Like Stilts o By the Sea at the End of the World, algunos de sus destacados hits.
Tommy Guerrero ha establecido un mundo personal que, aun bebiendo de fuentes frecuentadas, encandila, absorbe, llena. Vivir uno de sus conciertos es algo similar a penetrar en un film cercano a un western crepuscular, sólido y enigmático. Escondido bajo su gorra y breve en sus locuciones, hizo palpitar las entrañas de los presentes. Un fan de toda la vida, pudo comprar una preciosa reedición (en vinilo) de Soul Food Taqueria, todo un clásico. Esta noche dormirá feliz.









Autor de este artículo

Barracuda

Víctor Parreño
Me levanto, bebo café, trabajo haciendo fotos (en eventos corporativos, de producto... depende del día), me echo una siesta, trabajo haciendo fotos (en conciertos, en festivales... depende de la noche), duermo. Repeat. Me gustan los loops.