El hielo cortó el metal como mantequilla, tan suavemente que nadie se dio cuenta. La vía de agua se abrió paso, inundó los compartimentos y escoró el barco que se afirmaba insumergible. Los pasajeros, en algunos casos, en estado de embriaguez, empezaron a sospechar que la tragedia se acercaba e ellos, inevitable, inaplazable. Gritos, desesperación, incredulidad, abotargamiento.
Cuando los cadáveres empezaban a flotar y rondar el barco como un ballet macabro, el hundimiento era evidente y toda esperanza inútil, la orquesta interpretó un salmo, las cuerdas vibraron, despidiendo la vida mientras todos se hundían hacia el abismo helado. La música como consuelo, como reducto de humanidad, como el único espacio para la belleza ante un mundo que desaparece.
Ute Lemper y su dúo formado por Vana Gierig (pianista) y Romain Lecuyer (contrabajista) ejercieron ayer de orquesta del Titanic. Ante una sociedad que se desmorona, a pesar de los muros y de las prohibiciones, fruto de sus contradicciones, la cantante y su grupo se olvidaron de Piazzola, ignorando el programa anunciado, y también las canciones que habían compuesto para ella, y volvió a ser esa afinada y voluptuosa intérprete de tonadas del siglo XX, en la tradición de la república de Weimar, la Francia mitificada y el music hall americano. Su voz no estaba tan redonda como en visitas anteriores, pero su timbre un tanto rasposo contribuyó a acentuar el dramatismo de algunas de las canciones. Y el acompañamiento musical al piano y contrabajo, sugerente, creativo y no intrusivo, potenció las bondades de la actuación.
En uno de sus largas e inteligentes introducciones a los temas que iba interpretando, nos anunció que nos iba a llevar de viaje. Y así fue. Ejerció de cicerone de los guetos, con una sentida interpretación de música hebrea. Pero la primera gran ovación fue para Surabaya Johnny, del musical Happy end, de Kurt Weill, Elisabeth Hauptmann y Bertolt Brecht, uno de los números de referencia en su repertorio, a la que dotó de un final más jazzístico.
A continuación, otro de sus compositores de referencia, un triunvirato de canciones de Jacques Brel, conformado por Je ne sais pas, Dans le port d’Amsterdam y un Ne me quitte pas absolutamente devastador en el que el teclista pulsaba un sintetizador en las partes más tenues y dramáticas para dotar a la canción de un ambiente fantasmagórico que helaba el ánimo.
Sonó también Lili Marleen y Die fesche Lola, popularizadas por Marlene Dietrich. Repertorio anclado en décadas lejanas, propio de quien, como afirmó la propia Lemper en el concierto, tiene ya más pasado que futuro.
Uno de los números finales fue Die Moritat von Mackie Messer, más conocido por Mack The Knife. Su melodía circular, como olas del mar, se apoderó de todos los presentes, que acompañamos a Ute Lemper en su cantar. Y fue entonces cuando asocié el espectáculo que estábamos disfrutando a las últimas notas de la orquesta del Titanic. Y pude imaginar cómo nos hundíamos mientras recordábamos aquellas canciones que nos habían acompañado y dotado de humanidad.
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