Kiko Veneno, se presentó en el Teatre Tívoli en formato de dúo, junto al guitarrista José Torres, para trazar una panorámica sobre su carrera, que abarca más de 4 décadas, durante las que ha cosechado algunas de las canciones que han formado parte de la memoria musical del país. Más de dos horas de concierto en las que se reivindicó como el gran creador que es.
Inició el recital con La Felicidad, de su recién estrenado Hambre, demostrando que puede defender sus últimas canciones en formato acústico, despojándolas de arreglos electrónicos.
A continuación, mirada al retrovisor y a Los delincuentes, de su canónico Veneno, de 1977, con los hermanos Amador, un ejemplo de cómo rumbear mientras se mira de soslayo al blues, y con esa aparente facilidad para transmitir la vida de la calle con frases sencillas pero llenas de verdad.
Llegó El Lobo López, de Échate un cantecito, su enorme disco de 1992, que presentó como “una de esas coplillas que la gente conoce” y las palmas empezaron a sonar. No podía faltar su versión rumbera de Bob Dylan con Memphis Blues Again, una versión-traición que, en el fondo, es tremendamente respetuosa con el original.
La siguiente versión fue Los tontos, su colaboración con C. Tangana en El Madrileño, que presentó con su proverbial ironía afirmando “no es mía, pero seguro que la conocéis”. Volvió a despojar de aderezos a una de sus canciones con la interpretación de Sombrero roto, que fue coreada por el público que casi llenaba el aforo del teatro. Nueva visita a su celebérrimo Échate un cantecito, con Joselito, que empezó al ralentí y se fue animando conforme pasaban los compases.
En este punto del recital, Kiko Veneno inició un interludio en solitario, dedicado, como explicó, a “las coplillas que marcaron mi aprendizaje”. El periplo se inició con Balada per a un trovador, de Joan Manel Serrat, del disco Ara que tinc vint anys, que Kiko Veneno ha reconocido como una de sus debilidades de entre la producción del cantautor de Sants. También vertió al castellano No demano gran cosa, de Miquel Martí i Pol, que definió como “ese gran poeta al que leyó Guardiola”. Casa cuartel, Seré mecánico por ti y la nueva Hambre cerraron el pase en solitario.
La vuelta de José Torres vino acompañada de la aparición de un tercer músico, Jaime del Blanco, que portaba un curioso violín amplificado con lo que parecía una corneta de fonógrafo. Atacaron Un catalán muy fino y Palabras para Julia, de José Agustín Goytisolo, entre otras.
La dupla final fueron La leyenda del tiempo y Echo de menos. En la primera, tenía todos los números para palidecer frente a Camarón, como así fue. Se resarció con la segunda, seguramente su éxito más grande y que sonó tan fresca como en el ya lejano 1992. Si la panorámica no era suficientemente amplia, en el bis ofrecieron tres temas más: Obvio, En un Mercedes blanco y Volando voy, que enardeció al patio de butacas.
Con su voz en gran estado de forma y las bellas aportaciones instrumentales de José Torres y Jaime del Blanco, lo que parecía un concierto íntimo acabo siendo una gran fiesta, una celebración de la vida y de la obra de este inclasificable creador de clásicos populares.






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