La última vez que supe de ti, había un gato en una estantería y una ciudad por destruir. Del gato no supe más nada, (o eso creí). Y aunque reconozco que hubiese reducido a cenizas la ciudad que tan nuestra fue y que en tus manos volvió a ser otra Berlín sin cristales, dejé que la gasolina se la llevaran dos polacos con más frío que dientes.
Llegados a aquella suerte de precipicio, intuí, sin posible error, que serías de las primeras en huir, dejando sin amortizar barriadas de inmoralidad. Dejándolo a él a merced de iras y delirios. Siempre supe que, llegado el momento, lo abandonarías a su maldita suerte. Que no querrías recordar la época en la que él era lo exótico en tu cama, ni importaba su olor, su sudor o su semen. Él, que tan esclavo tuyo fue. Tú, que tan aria te creíste. Recuerdo oírte hablar de estatus social, del estado natural de las cosas, sin que se te desprendiera ni un ápice de piel de tanta podredumbre. Sí, yo también participé. No deseo rehuir purga alguna pues, incluso hoy, la vida me sigue castigando por ello. Sólo buscaba encontrarlo. Reparar en última instancia alguna pieza del destino.
Allanaba todos los teatros y hacía huelgas de hambre tras los decorados, como si el ayuno ayudara a incinerar tamaño vertedero de karma indecente. Estaciones. Vagones abandonados. Levanté andenes enteros donde la rabia empezaba a sindicarse. Preguntaba a todos los pocos que transitaban el caos en hora punta. Nadie. Nunca. Amnesias decretadas.
Porque Rosildo era demasiado blanco para su África negra. Demasiado negro para pulular libremente por calles con asfalto o esperar en aceras para zapatos. Demasiado salvaje cuando llegaron los muchos blancos al poder y hubo que reconstruir los derrocados muros de la vergüenza. Entonces supo de los bloques de hormigón, de la jaula en tu jardín trasero y de las golondrinas que se posaban para decirle: “Ahora, tú eres el pájaro”.
‘Poco’ y un superpuesto ‘probable’, era todo lo legible de un anuncio publicitario en una irónica marquesina. Y, a decir verdad, costaba albergar esperanzas. Vivo. Muerto. Eran entonces, palabras demacradas, raquíticas e intrascendentes. A nadie nos sobraba tiempo, ni ninguno estábamos a salvo. Ya no había ni buenos ni malos. Porque las balas no preguntan, no guardan sigilo sacramental y de ellas es la verdadera libertad de decidir. Qué más daba si Rosildo fue muerto o resucitado, o fuera un semidiós pagano. Lo último que desearía sería encontrarse con su negrero, ¿no creen? ¿Qué debía de ser la libertad para un esclavo? Quizá la muerte fuese un mal menor.
Derrotado por la realidad o su apariencia, decidí descansar en la idea de que logró salvar su pellejo. Era un guerrero. Un guerrero secreto, a pesar de las jaulas y los muchos barrotes. Luego, los pocos sueños posibles de alcanzar se tornaban en presagios más funestos. Porque él era demasiado blanco hasta para las bestias en ultramar. Demasiado negro para que nadie tuviera la deferencia de apresarlo con vida.
De camino a caminar en círculos, volví a pensar en ti. Resolví que no existía justicia divina o humana inmediata, pero que algo te acaecería en otras latitudes y se apagarían todas tus luces. Al gato me lo encontré asaltando los escaparates de un prostíbulo, y no quedo ciudad por destruir ni nadie quien lo pudiera hacer. En cierta ocasión, después de que el invierno levantara campamento y siguiera curso hacia el norte, llegaron rumores de un árbol entre las viejas fábricas, del que colgaban medio centenar de desgraciados. Tan mutilados y despojados de todo rastro humano, que no servían ni para carroña y hubo que decir a los cuervos que dejaran de ser cuervos.
Nunca me asomé. Nunca.
Porque, ¿qué hay del esclavo que cuelga con una soga al cuello cuando nadie puede verlo?¿Hace realmente algún ruido? ¿Existe? ¿Podría decirse que es inmortal?
Vimos muchas golondrinas luego del incesante polvo, una primavera y guerreros que volvieron a cruzar los grandes ríos. Guerreros secretos. Inmortales.
Imagen de portada © Marina Leiva
Autores de este artículo
Eneko Garmendia
Nací en el 78. Nunca he podido con el cubo de Rubik ni he ganado una sola partida de ajedrez. Por eso, a veces, intento construir ciudades con las palabras. Dicen los psiquiatras que me he convertido en un artefacto aéreo sin tren de aterrizaje.
Marina Leiva
Polifacética por precariedad. Obsesionada, siempre, con la literatura incendiaria. Dibujo cuando pienso. O, quizás, pienso cuando dibujo. De eso no estoy segura. No hago puenting ni escalada. Soy más de bici, libro y gazpacho.