Desafiando la magnitud de un artista clave en la evolución cultural del siglo XX y en lo que llevamos de XXI (ya en su etapa de lúcida senectud), hemos leído que Bob Dylan venía a Barcelona de vacaciones, los enésimos comentarios sobre su altivez y hostilidad o esas manías tan suyas (ahora resultará que es el primero en exigir supuestos caprichos) de no dejar que le fotografíen o graben sus conciertos, a las que hemos de sumar, en este tour, la prohibición del uso de móviles en cada uno de los recintos donde actuase (sabia decisión y que no ha supuesto ningún grave problema).
Otra de las cosas por las que se le ha criticado ha sido por el repertorio utilizado. Lejos de acometer el caduco grandes éxitos con que nos obsequian los mediocres o vagos apoltronados, el de Duluth ha aprovechado la excelencia de las últimas creaciones para darles rienda suelta y de paso promocionar su trabajo (otro pecado imperdonable).
Si alguien se ha interesado por la carrera del Sr. Zimmerman en los últimos cuarenta años, debería saber que nunca ha dejado de alterar sus canciones, para bien o para mal. En un digno esfuerzo por apartarse de la reiteración y vivir como una experiencia nueva cada uno de los shows, Dylan les ha dado la vuelta cual calcetín, haciéndolas, en ocasiones, casi irreconocibles. No parece un ejemplo de excentricidad, sino más bien ganas de poner al día un cajón de sastre infinito.
Incidiendo en el tema de “canciones dedicadas”, recién emprendida la ruta hispánica, aparecieron las primeras voces solicitando “las buenas”. Uno, perplejo, se pregunta, que habiendo compuesto más de 600 temas (incluyendo varias maravillas del presente), cuales son realmente las mejores; decisión subjetiva e imposible. Y, por si fuera poco, en este World Wide Tour, que comenzó la andadura en 2021, no ha cambiado prácticamente nada de su selección inicial. Hurricane no iba a tocarla, estaba claro.
El huraño bardo ha hecho caso omiso de dichas peticiones y se ha centrado en interpretar Rough and Rowdy Days (Columbia, 2020) con la excepción de la épica Murder must foul y varias del recién editado Shadow Kingdown (Columbia, 2023) donde sí podemos encontrar piezas añejas, aunque no de las más manidas.
El aluvión de rechazos terminó en el momento en que el Premio Nobel (saludos a Vargas Llosa) subió al escenario dispuesto por el festival Noches del Botánico de Madrid un 7 de junio. Dylan y su troupe compuesta por cinco músicos de campanillas: Bob Britt (guitarra), Tony Garnier (bajo), Donnie Herron (multiinstrumentista), Doug Lancio (guitarra) y Jerrry Pentecost (batería) ofrecieron la primera de las doce lecciones de arte mayúsculo que tenían preparadas. Las bocas se cerraron.
Las dos últimas paradas tuvieron lugar en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona (teñido de rojo para la ocasión) y ubicadas en el Guitar Bcn 2023.
El concierto de Bob Dylan en Barcelona
Lo sucedido en el Teatro de ópera de Las Ramblas, el 23 de junio (día en el que acudimos a escuchar, quizá por última vez, al gran coloso) no distó mucho de los anteriores conciertos, en cuanto a calidad, duración (rozó las dos horas) y un listado de temas con dos únicas variaciones.
En un principio, este artículo no iba a ceñirse a lo acontecido en el Liceu. Esta web se caracteriza, más allá de lo escrito, por un cuidado y profesional trabajo visual. La prohibición de hacer cualquier tipo de grabación o fotografías impedía realizar nuestra labor en las habituales condiciones y a punto estuvo la dirección de obviar el acontecimiento. No obstante, la importancia del evento apartó esa idea de las cabezas pensantes.
Determinamos por escribir un artículo reflexivo que intentara exponer la singularidad del personaje y de la gira en particular. Cerrado este pasaje, permítanme dar una breve impresión de lo vivido en primera persona.
Fusionados entre ellos, cual familia y formando un círculo casi perfecto, arrancaron con la majestuosa Watching the river flow, a la que siguió Most likely you go your way and I’ll go mine, remozada versión del tema grabado en 1966. A las primeras de cambio me vine abajo. Ese fraseo inimitable, esa voz rugosa (ahora más rota) volvía a estar entre nosotros bien viva. Sentir a Bob Dylan susurrar, recitando poemas o cantando de aquel modo sensible y punzante a la vez, es un placer siempre turbador. Sentado en la acogedora butaca el cosquilleo devino en lágrima.
Ciertamente el espectáculo acusó algo de monotonía (relativa), le faltó un poco de punch (en Gotta serve somebody debieron apretar más) y a más de uno se le cerraron los ojos en viajes como el de My own version of you. En mi opinión una estratosférica lectura que nos acercó al Dylan narrador, aquel sabio que te hipnotiza con su verbo fluido e imaginativo.
Ningún pero se le pudo poner a False Prophet (recuerdos a Robert Johnson), a la juguetona When I Paint my masterpiece (único momento en que tocó la harmónica), a la profunda Black rider (muy aplaudida) o a su fresca adaptación de I’ll be your baby tonight (1967).
Estuvo sobresaliente en la mágica lectura (ecos de blue grass) de To be alone with you (1969), encontró la hondura necesaria en Key west (Philosopher Pirate) y extasió con I’ve made up my mind to give myself to you, balada que suponemos se puede considerar de “las buenas” a pesar de haber nacido hace tan solo tres años. Instantes antes presentó, con honores, a los miembros de la mayúscula banda.
Las sorpresas aparecieron muy cerca del final. Se puso cachondo (dentro de unos límites) recuperando aquel Tweedle Dee (Winfield Scott) popularizado por LaVern Baker en 1954 y se gustó con Stella blue, agridulce composición de Grateful Dead, a la postre uno de los impactos de la velada. Robert C. Hunter, su creador conjuntamente con Jerry García, nació el 23 de junio de 1941. ¿Homenaje soterrado?
Estrujó sus cuerdas vocales, llevándolas al extremo de la rotura en Mother of muses, concluyendo con Goodbye Jimmy Reed y Every grain of sand, “gospeliana” creación extraída de Shot of love (1981).
Con el paso de los días y quizás de meses, valoraremos en su justa medida lo ofrecido por Robert Allen Zimmerman en la revetlla de Sant Joan y en todo este periplo que se inventó quien sabe si para despedirse.
Si no ocurre ningún imprevisto, todavía le vemos con buena disposición (no hace falta que nos abrace uno por uno) y con suficiente salud vocal para seguir ofreciéndonos felicidad.
A los descreídos deberíamos recordarles que no habrá otro como Dylan, ni cercano a su descomunal figura.
Como dice Jaume Sisa, Dylan es Dios. Lo hemos vuelto a ver.
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